Una historia inmortal
Este espectáculo, que ha tardado cuatro años en conseguir una minitemporada en Madrid, no se parece a ninguno de la cartelera. Tiene el aroma de las barracas de feria de hace 100 años. Es un circo mínimo: en sus gradas empinadas caben apenas 50 personas, y en su pista, en lugar de destrezas, se exhibe una historia de amor veteada de melancolía. Sus artífices, unos chavales que se hacen llamar Hermanos Oligor, se pasaron tres años en un sótano de Valencia ideándolo y construyendo un entramado de artilugios mecánicos digno del profesor Franz de Copenhague, inventor de chismes inútiles y divertidos.
En Las tribulaciones de Virginia, un joven enfermizamente tímido y envarado narra las peripecias de Valentín y de su novia, encarnados por dos muñequitos que aparecen en cualquier lugar de la carpa, bailando en cajas de música, entrando en casitas de muñecas, deslizándose por cables, como los equilibristas del Théâtre de la Foire. Uno de los Oligor actúa; otro pone en marcha los dispositivos, fuera de la vista del público. Crean una atmósfera decadente y mágica. Lo que cuentan, una historia arquetípica y naive, no importa tanto como la manera de contarlo y la magia del dispositivo escénico: es un mecanismo de relojería casero de una fragilidad extrema, un juguete para niños grandes.
Las tribulaciones de Virginia
Idea y realización: Hermanos Oligor. Teatro Pradillo
Madrid. Del 12 al 29 de enero.
El narrador lánguido interrumpe en ocasiones el relato para introducir otro, de corte autobiográfico, e interpelar a los espectadores. Ahí está el punto frágil del espectáculo. Lo he visto tres veces en cuatro años y funciona de manera diferente si el público tiene una actitud activa o pasiva: con un público activo, su intérprete está como pez en el agua.
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