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Reportaje:LECTURA

Su Mitterrand y el nuestro

EN AVIÓN. Cada uno tiene su propio Mitterrand. Libros y testimonios se acumulan, y todos los autores consideran singular la relación que tuvieron con el presidente. ¿Qué tuvo de especial la nuestra? En primer lugar, que las entrevistas más largas y densas que mantuve con François Mitterrand se desarrollaron en aviones.

Nunca formé parte de su primer ni de su segundo círculo de allegados. Pero sí figuré una docena de veces entre los invitados de sus viajes oficiales. Prácticamente siempre me pedía que almorzara con él en el compartimento que tenía reservado en la parte delantera del avión.

En aquel séquito, dado que yo era el mayor y tenía una historia con el presidente desde antes de su llegada al Elíseo, comprendían el privilegio que disfrutaba. Aunque es cierto que se podía achacar a un capricho juguetón y masoquista del príncipe, porque hasta mis textos más calurosos estaban llenos de reservas y no había que recurrir a amigos como Jacques Julliard y Franz-Olivier Giesbert para ponerse firmes. En realidad, yo me daba a mí mismo otras explicaciones más gratificantes.

Dos días después de su elección, en mayo de 1981, nos aseguró que 'Le Matin' y 'Le Nouvel Obs' le habían procurado esos votos sin los que una elección no está nunca garantizada
Los intelectuales desesperaban de poder encontrar con un hombre de izquierdas el ascendente que habían logrado obtener con un presidente de derechas
Yo no era militante del PSU, no formaba parte de la segunda izquierda, ni siquiera era muy amigo de Rocard, pero me callé. No me ofendía en absoluto que me acusaran de apoyarle
Durante una época, Felipe González había sufrido al ver que preferían a Santiago Carrillo, con el pretexto de que él, Felipe, era el hombre de Willy Brandt y los sindicatos alemanes
Mi amistad con Delors era sólida. Estaba bastante confiado, sobre todo cuando fue decisivo para impedir que Mitterrand abandonara la 'serpiente monetaria' y se aislara de Europa, en 1983
Al menos en dos ocasiones llevé a error a nuestros lectores, a propósito de Mitterrand: al negar su condecoración por Pétain y ante el rumor de que tenía cáncer

Yo desempeñaba, ya desde los tiempos de L'Express bajo la dirección de Servan-Schreiber y Françoise Giroud, un papel que no le era indiferente, como me había dejado ver alguna vez. Tenía pocos años menos que él y estaba en una situación que me permitía no ser cortesano. No esperaba nada de él, nunca le pedí nada y, cuando me ofreció alguna cosa, la rechacé. Yo había escrito un libro de recuerdos de la infancia (Le refuge en la source) que le había conmovido y al que le dedicó nada menos que dos artículos seguidos en el semanario L'Unité (L'abeille et l'architecte). Creo que por ese motivo, más que por otros, me consideraba el representante menos insoportable del universo que le exasperaba -el de Mendès France- y el que despreciaba, el de Edmond Maire, Michel Rocard y todos los grandes intelectuales, en quienes creía ver una seriedad y una exhibición de rigor que revelaban una mezcla de presunción e impotencia.

EL SILENCIO DE LOS INTELECTUALES. Es verdad que a mis amigos de verdad no les gustaba nada y que yo mismo tardé mucho tiempo en bajar la guardia. Sólo mencionaré a los fallecidos, porque los supervivientes no siempre quieren que se les recuerde una opinión cuya severidad han rectificado posteriormente. Maurice Clavel, Michel Foucault, François Furet, Norbert Bensaïd, Jules Roy, Jacques Monod y Claude Mauriac se dividían entre el rechazo y la vergüenza. Jacques Monod me dijo, después de que le concedieran el Premio Nobel, que, si bien había aceptado de mala gana que Sartre apadrinase Le Nouvel Obs, estaba claramente decidido a negar cualquier indulgencia a Mitterrand. Los intelectuales desesperaban de poder encontrar con un hombre de izquierdas el ascendente que habían logrado obtener con un presidente de derechas. Por eso los llamamientos de Régis Debray y Jacques Attali, secundados durante un tiempo por Max Gallo, se sucedían en vano. No obstante, sí estuvieron a disposición de Mitterrand, Marguerite Duras, Michel Tournier, Edgar Morin y Claude Roy. Además, por supuesto, de los grandes extranjeros reunidos por Jack Lang.

MICHEL ROCARD. Claro que, lo que Mitterrand consideraba irritante de nuestro mundo cuando lo encarnaba Mendès France, se le hizo francamente insoportable cuando llegó Michel Rocard. Tenía razones fundadas para no guardarle afecto. En abril de 1979, el jefe de la segunda izquierda, al comentar el desastre electoral de 1978, había hablado en el congreso de Metz en contra del "arcaísmo" de François Mitterrand, y Le Nouvel Obs llevó las declaraciones de Rocard a su portada.

Todavía oigo el comentario irónico de Mitterrand en un avión que nos llevaba a El Cairo para el funeral de Anuar el Sadat. Estábamos presentes Robert Badinter, Claude de Kemoularia, Jacques Attali y yo. Después de haber demostrado, largo y tendido -"¿no es verdad, Attali?"-, que no se podía pensar en hacer carrera política en Francia si se ignoraban los nombres de los árboles y la temporada de las trufas, el presidente arremetió contra mí con una especie de regocijo. Empezó con estas palabras: "Nuestro querido Jean Daniel, sin el que Michel Rocard no sería lo que es, quizá nos pueda explicar...". Yo no era militante del PSU, no formaba parte de la segunda izquierda, ni siquiera era precisamente muy amigo de Rocard, pero me callé. No tenía nada convincente que decir y, la verdad, no me ofendía en absoluto que me acusaran de apoyarle.

Pero ahora puedo ayudar a entender mejor, con la reflexión de Mitterrand, por qué el presidente se sintió obligado a llamar a Rocard para que fuera primer ministro. La hipoteca que creía liberar con esa designación la había fabricado, en gran parte -por lo menos en su opinión-, Le Nouvel Obs. Se suponía que nuestros dos millones de lectores potenciales se habían hecho rocardianos. De hecho, en aquellos días, el propio Michel Rocard tendía bastante a compartir esa opinión. Cuando se instaló en Matignon, su primer visitante fui yo, a petición suya. Fue una larga entrevista: no conseguí decir ni una palabra que no fuera para responder a sus preguntas sobre François Mitterrand.

SEGUNDA IZQUIERDA. Le Nouvel Obs contaba porque era el único que encarnaba una imagen de izquierda con representantes en el interior del Partido Socialista. Le Monde, Libération y Le Canard Enchaîné tenían una influencia más amplia y menos dirigida a un sector concreto. Mientras que los profesionales, los enseñantes, los laicos y los cristianos de izquierda se han sentido representados, al menos durante dos décadas, por Le Nouvel Obs, y se han dejado guiar por él.

A los dos días de su elección, en mayo de 1981, el nuevo presidente aseguró que Le Matin y Le Nouvel Observateur le habían procurado esos cientos de miles de votos sin los que una elección no está nunca garantizada.

LA VICTORIA. Para aguardar el resultado de las elecciones que debían consagrar a François Mitterrand, el 21 de mayo de 1981, estaban en Le Nouvel Obs, en la calle de Aboukir, además de Delors, Badinter, Cheysson, Rocard, Savary, Jean-Pierre Cot y Edmond Maire. Mendès France hizo una parada, como de costumbre. Ninguno de aquellos personajes pertenecía al aparato del Partido Socialista. Algunos eran hostiles a Mitterrand pero se habían aliado con él, empujados tanto por el fervor popular como por el llamamiento que había hecho Mendès France en Le Nouvel Obs a aplicar el voto útil, que quería decir votar por la unión de las izquierdas, que quería decir por François Mitterrand.

A pesar de nuestra oposición al programa de la unión de las izquierdas, nos alegramos tremendamente de su victoria. Pero queríamos dejar claro, sin más tardar, que era la victoria de las dos izquierdas, y que no podía sacrificarse a la segunda. Ya estábamos presionando a los Rousselet, Bérégovoy y Attali para que Rocard, Delors, Savary y Peyrelevade pudieran dar un toque "mendesista" a las nuevas orientaciones del príncipe.

Mi método consistió en establecer, desde el primer momento, una relación con Pierre Bérégovoy, sólido y leal a Mendès, y luego con Jean-Louis Bianco, por la dignidad experta y sobria de una persona hacia la que siempre he sentido admiración. Bianco intentó actuar honradamente y hablar claro, pero el presidente le disuadió inmediatamente de dejarme creer que yo pudiera hacer de intermediario entre Rocard y él. "Di a Jean Daniel que las ideas de Rocard, conmigo, las defiende mejor Jacques Delors". Mi amistad con Jacques Delors, que nunca se ha interrumpido, ya era sólida y tranquilizadora. De modo que estaba bastante confiado, sobre todo cuando desempeñó el papel decisivo que se conoce para impedir que Mitterrand abandonara la serpiente monetaria y se aislara de Europa, en 1983.

DOS ERRORES. Al menos en dos ocasiones, me equivoqué y llevé a error a nuestros lectores, a propósito de Mitterrand. Me indignó que pudieran acusarle de haber sido condecorado con la Francisque por Philippe Pétain. Me indignó también que pudieran difundir el rumor de que tenía cáncer y no iba a ser capaz de terminar su primer mandato.

Y al menos en dos ocasiones intenté, en vano, que Mitterrand me escuchara. La primera vez, sobre la importancia que daba a "teorizar" con la máxima solemnidad posible las afortunadas orientaciones de la política económica y financiera adoptada en 1983. Y la segunda, sobre los temas de la inmigración y la integración.

No tengo nada que añadir a todo lo que se ha publicado sobre la ruta que va de la condecoración con la Francisque a la fidelidad a René Bousquet. No tardé en llegar a la conclusión de que, como muchísimos franceses, Mitterrand había sido admirador de Pétain, y que, como muy pocos franceses, había estado en la Resistencia. Lo que sucede es que esperó al año 1986 para dejar las cosas claras después de haber sugerido -aunque fuera por omisión- que sólo había sido lo segundo. ¿La Francisque? Pues claro que la recibió, igual que su amigo -¡eso decía!- el futuro mariscal de Lattre de Tassigny. Esta confesión tardía y descarada me desconcertó, me irritó y me entristeció.

Por el contrario, sobre el asunto del cáncer, me viene a la mente un recuerdo tal vez edificante. Ocurrió durante una ceremonia celebrada en la Embajada de Portugal en Francia, un aniversario de la revolución de los claveles. Después de una especie de empujón me encontré al lado de Mitterrand, y le dije que me alegraba mucho de verle. Me alegraba porque acababa de perder a su mejor amigo de toda la vida, Georges Dayan, y yo no había tenido oportunidad de compartir su pena. Yo también lloraba al amigo desaparecido, y me imaginaba fácilmente la tristeza que debía sentir.

Mitterrand me apartó del grupo y me dijo con calma, como si hablara consigo mismo: "Es muy raro. No, realmente no siento pena. Ni siquiera siento dolor. Y me asombra. Es un vacío que se abre, y me digo que Georges no ha hecho más que precederme en esta caída, y que pronto me uniré a él. Enternecerme por él sería como enternecerme por mí mismo". En aquel momento sólo pude conmoverme y emocionarme por aquella identificación con la desaparición de un ser indispensable.

"YO NO CAMBIO". Ya he contado cómo, después de un programa de televisión presentado por Fran-çois de Closets, dije que había comprendido que Mitterrand había acabado con la famosa "estrategia de ruptura con el capitalismo", pese a que ese concepto había sido, para nuestro pesar, el foco de la unión de las izquierdas que había asegurado su victoria. De él procedían las nacionalizaciones al cien por cien y todo lo demás. Pensé que se abría una nueva era en el socialismo francés. Creí sinceramente que el príncipe estaba iluminado por la realidad o que había recibido la visita de su pasado.

Con un artículo publicado en la revista Le Débat y, posteriormente, con varios editoriales reproducidos en Roma y Madrid, me atreví a decir que los socialistas franceses, gracias a su presidente, se habían acercado por fin a las verdades sólidas y constructivas de la socialdemocracia. Recibí llamadas telefónicas de Jean-Louis Bianco y Pierre Bérégovoy. Era como si el cielo hubiera caído sobre sus cabezas, a juzgar por las reacciones del presidente. Jacques Delors me aseguró que era cierto que estaban orientados en la buena dirección, pero que no había que menospreciar las resistencias que estaban encontrando a todos los niveles. "Si hay una conversión a la socialdemocracia, por ahora, todavía es vergonzante".

Por fin recibí una llamada directa de Mitterrand. El hecho de que me telefonease personalmente quería decir que no se habían quemado todas las naves. Pero su cortesía se detuvo ahí. Con aquella solemnidad lenta y distante, me preguntó cómo se me había podido ocurrir aquello. Pensaba que yo le conocía mejor.

Me aseguró que nunca iba a cambiar y que su visión de la "economía mixta" que estaba implantando también era una auténtica ruptura con el capitalismo.

Posteriormente, durante un maravilloso viaje a Brasil y Colombia, delante de un Lévi-Strauss que esperaba partir hacia la Amazonia, y en medio de un grupo escogido de su séquito, me hizo el honor de citarme (no me nombró, pero sí citó mis tesis) para demoler la idea de que pudiera cambiar y unirse a varios países socialistas que habían hecho concesiones al capitalismo. Los brasileños no entendían nada. Régis Debray entendía todo, y me dijo: "Este discurso va dirigido a ti, si te parece bien". En cuanto a mí, yo comprendí de pronto por qué, durante el congreso de Metz, las reuniones de la Internacional Socialista habían tenido poco de fraternales. Durante una época, Felipe González había sufrido al ver que preferían a Santiago Carrillo, con el pretexto de que él, Felipe, era el hombre de Willy Brandt y los sindicatos alemanes. Y Mário Soares había temido que Chevènement y los comunistas franceses, amigos de Alvaro Cunhal -el líder del PC portugués-, influyeran sobre Mitterrand en contra de él.

Al proclamar obstinadamente "yo no cambio", Mitterrand transformó la estrategia de la unión de la izquierda en doctrina, aunque, desde el momento en el que se vio obligado a cambiar, se arriesgó a que le acusaran de traición cada vez que daba muestras de audacia. Así sentó las bases del renacimiento lógico de las utopías izquierdistas y comprometió para muchos años -que no han terminado, ni mucho menos- la renovación ideológica del Partido Socialista francés.

INMIGRACIÓN.

El segundo punto sobre el que traté de hacerme oír fue el de la inmigración.

Un día, en un avión que nos trasladaba, en aquella ocasión, a Marruecos, y mientras Mitterrand le daba vueltas a la expresión "umbral de tolerancia" que había empleado de forma imprudente, le mostré un texto de Claude Lévi-Strauss que me había impresionado. El presidente me había acostumbrado a que le contase lo que estaba leyendo o le aconsejase posibles lecturas. Por ejemplo, tuve la satisfacción de hacerle descubrir un gran libro, El siglo de las luces, de Alejo Carpentier. Uno de los libros que me gustaría haber escrito, le dije. En el siguiente viaje me replicó: "Tenía usted razón". Me detengo en esta anécdota para confirmar lo que ya se ha dicho a propósito de la íntima relación de François Mitterrand con los libros. Nunca le vi sin un libro en la mano.

Pero volvamos al texto de Lévi-Strauss, sacado de un volumen de conferencias titulado Le regard éloigné [La mirada distante]. Una de esas conferencias, pronunciada en la Unesco ante los delegados del Tercer Mundo cultural, trataba de que las culturas tienen derecho a protegerse unas de otras porque las mezclas, a veces, pueden provocar la desaparición de todas. ¿Había que sospechar del mestizaje, entonces? Sin inmutarse, Lévi-Strauss añadía que cierta dosis de xenofobia era útil para que perdurase una sociedad, y que convenía no confundirla con el racismo. Para concluir, afirmaba que los reflejos protectores nacen de la biología social, y que no quieren decir que se crea en la superioridad sobre el vecino o el extranjero. Ésta es la única convicción condenable, porque empuja al rechazo violento y a la opresión del otro. "Sería absurdo no tener en cuenta que por eso existe un umbral de tolerancia, con el pretexto de que se le niega el concepto de derecho".

Mitterrand me preguntó cómo habían recibido estas palabras los delegados árabes y africanos de la Unesco. Respuesta: preocupados o intimidados, no dijeron nada. Quizá se vieron atrapados en su culto a la diferencia. Quizá tenían en sus propios países problemas de dominio de una cultura sobre otra. Mitterrand me respondió: "En cualquier caso, este concepto de tolerancia le hace el juego al Frente Nacional. Podría ser el lema de Le Pen". Le indiqué que evidentemente no se trataba, en absoluto, de abogar por el regreso de los inmigrantes a sus países, como preconizaba Le Pen, sino, todo lo contrario, de preparar una acogida generosa y práctica a esos inmigrantes que tuviera en cuenta las reacciones de rechazo. El presidente se refugió en generalidades fáciles y perezosas. "Francia es una máquina de fabricar franceses, incluso con la desaparición de los mecanismos integradores. No podemos echarnos atrás en el derecho de suelo. Por consiguiente, hay que formar al ciudadano. Pero podemos confiar en la escuela, que sigue siendo republicana. En cuanto a los flujos migratorios, van en aumento, pero se pueden absorber", y así sucesivamente.

La verdad es que nunca he visto que hubiera más comprensión en ningún presidente de derechas ni de izquierdas, ni en ningún ministro del Gobierno de Mitterrand, salvo Jean-Pierre Chevènement, que, con su republicanismo, era de una exigencia implacable en todo lo referente a la educación de los ciudadanos franceses. Ni Mitterrand ni los demás vieron venir el fracaso de la integración, el abandono de las ciudades, la angustia de los nietos de inmigrantes no integrados o la explosión del "indigenismo" y el islamismo.

Con razón o sin ella, no me he referido a eso que llaman el lado oscuro de François Mitterrand y que es evidente que existía. Sin embargo, no podía ignorar el carácter de clan, incluso de mafia, que tenía su fidelidad respecto a los amigos, la indulgencia divertida que sentía respecto a la chusma, la alegría vengativa con la que tendía trampas a sus adversarios. No he dejado de remitirme a De Gaulle y Mendès France como criterio para valorar todo lo que puede haber de justo o exaltador en el comportamiento de unos hombres de Estado. Pero todo eso no quita hoy valor a la idea de que Mitterrand tenía una estatura y una cultura dignas del genio de Francia.

©Le Nouvel Observateur. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.

François Mitterrand y Jean Daniel, en 1977.
François Mitterrand y Jean Daniel, en 1977.DAVID BURNETT / CONTACT PRESS IMAGES

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