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Columna
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Loco

"¿ESTOY LOCO?", comienza por preguntarse el protagonista del cuento titulado ¿Loco?, escrito por Guy de Maupassant (1850-1893), que murió loco. Este relato está incluido en la selección antológica de sus Cuentos (Gredos), traducida por Brigitte Legen y prologada por Mauro Armiño. Evidentemente, la narración que sigue a la inquietante interrogación no es sino la exposición ante el lector de los motivos de una enajenación producida por unos violentos celos. El genio de Maupassant para describrir desde la intimidad lo que significa estar verdaderamente loco de celos es comprender la radical falta de fundamento de éstos, porque el desmesurado amante de esta historia mata, llegado el momento crítico, como corresponde a los poseídos por este frenesí, a su mujer y a su rival, pero con la peculiaridad de que este último es un caballo, con el que la desdichada fémina, buena amazona, disfrutaba paseando, lo cual, a ojos de su demente vigilante, la proporcionaba un no se sabe qué de sospechosa alegría de vivir.

No está muy clara la etimología de la palabra "celos", que se vincula con el verbo latino celare, que significa "ocultar", y con el sustantivo zelus, "ardor", aunque no viene mal mezclarlos, si entendemos "recelar" como "desconfianza ardorosa ante lo impenetrable". En todo caso, el ardiente celador del cuento pone de manifiesto, de una manera más patética que cómica, cómo esta enfermiza pasión esconde la angustiosa ansiedad que produce en un ser débil que el otro, fiel o infiel, sea siempre incontrolable, porque literalmente no puede morir en nuestro lugar o, si se quiere, no nos puede privar de nuestra condición de mortales. De manera que lo que le encela al celoso no es sorprender en flagrante a un rival, sino no dominar el pensamiento de la amada, que puede tener el intolerable capricho de agradarle pasear a caballo; es decir: ser ella misma.

Pero ¿qué hay detrás de esta profunda sima del terror humano? En otro de los cuentos de esta antología, Soledad, un hombre pasea con un amigo por los parisienses Campos Elíseos y le abruma con su melancólica falta de esperanza en esta vida mortal, mientras le va exponiendo, de forma casi rabiosamente prolija, cómo no existe nada en este mundo que merezca la pena, ni siquiera el amor correspondido. Cuando llegan a la altura del obelisco egipcio emplazado cerca de la plaza de la Concordia, "monumento exiliado, llevando en el costado la historia de su país escrita en signos extraños", el silencioso acompañante tan severamente aleccionado, exclama, antes de irse por su lado: "Mira, somos todos como esa piedra". "¿Estaba bebido? ¿Estaba loco? ¿Era sabio?", se preguntó entonces, por su parte, el desconcertado orate, para concluir: "No lo sé todavía. A veces pienso que tenía razón; a veces creo que había perdido el juicio".

¿Un caballo objeto de insoportables celos? ¿Un obelisco egipcio convertido en piedra filosofal? Éstas son las paradójicas cuitas que embargan la imaginación atormentada de un artista cuando tiene que describir los misteriosos hilos que mueven la humana soledad.

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