Escala del tiempo perdido
En uno de los ensayos de Adam Zagajewski que lleva el curioso título de Insistencia y brillantez (El Acantilado) aparece Józef Czapski, singular personaje del exilio polaco que medía dos metros de altura a sus 90 años y se había consagrado como un imprescindible para todos los émigrés que pasaban por París. El ídolo espiritual de este caballero era Simone Weil. Casi olvidada, sin apenas reediciones, la filósofa francesa es una de las figuras más ingobernables de la cultura moderna. Otra solitaria, sin tradición ni herederos. Un cometa.
Como al desdichado Althusser, a Simone Weil se le atragantó la pasión religiosa y Dios se le convirtió en una espina de mero que le atravesaba la tráquea anímica. La mortificación a que la sometía aquel cuerpo extraño era insufrible. Si Althusser terminó su carrera pública matando a martillazos a su amante, horrorizado por el fango de la lujuria, Simone Weil acabó francamente desequilibrada. Preguntado por ella en una entrevista, el general De Gaulle contestó con laconismo castrense: "Elle est folle!".
Esta célebre frase debía decirla un actor en un drama a ella dedicado, pero Czapski, presente en el estreno de la pieza y temblando de emoción, adivinó el instante en que aparecería la frase en boca del general y, alzándose de su butaca, gritó a pleno pulmón: "Elle est folle!", ante la consternación de los actores y el desconcierto de los espectadores. Una escena que habría aplaudido Dostoievski.
Simone Weil despreciaba las artes de la imaginación. Para ella, como para Pascal, escribir sonetos, pintar al óleo o componer sinfonías no era sino un truco para disimular el inmenso vacío de nuestra mortalidad. La imaginación es tan sólo una combleuse du vide, según Pascal, una facultad destinada a entretenernos con divertidas novedades para evitar que nos percatemos de nuestra desoladora condena. Según este criterio (compartido por mucha más gente de lo que parece), las artes son despreciables porque son inútiles, frívolas, distraen, entretienen e impiden que las personas con talento se dediquen a la única tarea urgente antes de la muerte: reflexionar fieramente hasta llegar a alguna conclusión razonable sobre nuestro destino. Y entonces decidir si vale la pena o no. Y por qué.
No de otro modo nosotros, los que damos cierto crédito a las artes, nos desolamos cuando vemos a tantísima gente apasionada por los programas de la televisión, o suscrita a la prensa del corazón y deportiva, en lugar de leer a Proust o escuchar a Schoenberg. Ambas posiciones, la que acusa a las artes de frivolizar nuestra tragedia, y la que rechaza los entretenimientos inferiores por distraer de tareas intelectuales más severas, ambas digo, nacen de la misma fuente: el convencimiento de que hay algo mejor que hacer en este mundo que... ¿Que qué?
Me parece grandioso que Pascal y Weil (y Platón el primero) vislumbraran un modo de vivir más acorde con nuestra dignidad y más adecuado para matar el tiempo con provecho. Me asombra que también nosotros, los de las artes y las letras, lo vislumbremos. Ambos, los de más arriba y los inmediatamente inferiores, vivimos persuadidos de estar en lo cierto, creemos categóricamente que podemos aprovechar el tiempo, hacer algo útil, algo que sirva para algo, algo que a alguien aproveche. Sin embargo, si fuéramos cuestionados con autoridad sobre este juicio que distingue ocupaciones buenas y malas, creo que no sabríamos responder de manera convincente. Muchos, si no todos, se irían por el lado del amor al prójimo y la obligación de hacer algo por los demás para mejorar un poco este sucio mundo. Lo que no está claro es para qué. ¿Qué importancia puede tener esa colaboración con el mundo? ¿Qué clase de responsabilidad tengo yo en lo que les suceda a los sudaneses, o, mejor aún, a los vascos? No te quiero ni decir a los que nazcan dentro de tres siglos... ¿Acaso no muero solo y para siempre? ¿Qué se me da a mí la Historia?
Es archiconocida la imagen del Ángel de la Historia en el célebre texto de Walter Benjamin. Este ángel no tañe la lira: debemos imaginarlo más bien como uno de aquellos guerreros alados que vigilan las tumbas babilónicas armados de lanza y cubiertos por una barba pétrea. Pues bien, el Ángel de la Historia se desplaza de espaldas, avanza hacia atrás, como un cangrejo, con las alas extendidas. En realidad quiere detenerse, pero no puede. Se quiere detener porque lo que tiene ante sus ojos es un espeluznante amontonamiento de ruinas y cadáveres, la descomunal montaña de escombros humanos y materiales que llamamos "el pasado". No puede detenerse, sin embargo, porque "un huracán que viene del Cielo" choca contra sus alas y le empuja inmisericorde. El poderoso viento que arrastra hacia delante a este ángel que mira hacia atrás, dice Benjamin, se llama "progreso".
En efecto, el progreso no es otra cosa que la acumulación de destrucciones y carnicerías que se amontonan ante los ojos del Ángel. Imaginemos que la Revolución triunfa y que por fin se establece sobre la tierra el Paraíso del Proletariado. ¡Y que es de verdad! En ese mismo instante, los trillones de muertos que han servido de estiércol para el florecimiento de tan heroica verdura mueren por segunda vez, son asesinados de nuevo, porque ellos nunca vivirán en el Paraíso del Proletariado.
La terrible visión del alemán, escrita poco antes de suicidarse, ha suscitado mil interpretaciones, pero aplicada a lo que vengo describiendo corrobora la dificultad insuperable de justificar el empleo del tiempo, tanto el del negocio como el del ocio. Todo pasado no es sino una infinita sucesión de cementerios. El futuro no es absolutamente nada. No conocemos ni podemos vivir otro tiempo verbal que no sea el presente. Y no sabemos para qué sirve el presente ni cómo se usa. Por otra parte, dura tan poco que no hay modo de asirlo. Ante una visión tan poderosa del instante, ¿cómo no darle la razón a Simone Weil? En efecto, las artes son un mero pasatiempo.
Bien es verdad que todo lo demás también lo es. Como decía Coleridge: "¿La filosofía? Juguetes que penden del cabezal de un niño mortalmente enfermo". Si la ciencia ha acabado por ganar la partida es porque, siendo tan inútil como cualquier otra actividad, por lo menos de vez en cuando trae al mundo obsequios como la aspirina.
Cuando bajamos del escalón de Simone Weil al de los así llamados "amantes del arte" damos un brusco salto, pero respetable: seguimos entre ciudadanos concernidos. Cuando bajamos el siguiente escalón hasta los apasionados seguidores de Operación Triunfo y la Liga de Campeones, un escalofrío nos recorre el cuerpo, pero no pode
mos negarles, al menos, la ciudadanía. ¿Cuál es el peldaño siguiente? Seguramente muchos padres que ocupan su tiempo libre siguiendo los líos de Gran Hermano e infinidad de partidos de fútbol se desuelan cuando ven a sus hijos quemar días y semanas ante una playstation matando árabes o violando cabras, según sea el argumento del juego en cuestión. Estos padres deben de pensar lo que Simone Weil pensaba de los amantes del arte, y lo que los amantes del arte piensan de los amigos de la telebasura. Estos padres darán en desear que sus hijos se aficionen a la Gran Liga o al Triunfo del Hermano, digo yo, para mejorar un poco.
¿Queda algo por debajo de las matanzas y copulaciones imaginarias en playstation? Quizá de las máquinas virtuales de matar se pueda dar un último paso hacia la negación absoluta de la utilidad del tiempo. Algo así como la reivindicación del ocio total bajo la forma de un aullido, una protesta satánica contra la maldita obligación de tener que aprovechar el tiempo. Entonces, cuando llegamos a este último escalón, es cuando se incendian los coches del barrio, se humilla a los judíos, a los homosexuales, a los inmigrantes, o se les prende fuego a las indigentes.
Pero es posible también que este último paso no sea sino una forma aún más radical del primer escalón, como si dijéramos: su insuperable realización por arriba. Es posible que la espantosa angustia que le provocaba a Simone Weil la ausencia de sentido de nuestras vidas sea un grado inferior a la que condujo a esos muchachos catalanes a matar el tiempo inútil y despilfarrado de una pobre vagabunda que no sabía qué hacer con su ocio, porque para ella no había diferencia entre el ocio y todo lo demás.
La inutilidad de aquella vida, vivida, sin embargo, sin culpa ni remordimiento, sin ansia ni histeria, sin necesidad de sentido, con la inocencia de los benditos animales, debía de ser algo insoportable para aquel par de inútiles conscientes de su grotesca inutilidad. Y decidieron castigarla. No sé yo si durante la orgía ígnea alguien repitió el famoso grito: "Elle est folle!".
Félix de Azúa es escritor.
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