Un gran Strauss en el Festival de Canarias
Ha abierto su propuesta de este año el Festival de Canarias con una de las orquestas de casa. La Filarmónica de Gran Canaria mostró su excelente clase en el exigente programa de inauguración, iniciado con dos piezas muy significativas del americano John Adams, todavía contestado en nombre de su falta de compromiso con la modernidad pero tan moderno como cualquiera, aunque sea a su manera y convirtiéndose a veces en el peor enemigo de sí mismo.
Tromba lontana y Short Ride in a Fast Machine son dos clásicos de su forma de hacer, divertidos, fáciles, agradecidos para la orquesta, y se hicieron con la limpieza rítmica que piden.
Para el Concierto Emperador, de Beethoven, se contó con un Rudolf Buchbinder que fue tan fiel a su imagen acuñada desde hace años como era de esperar. Es un pianista de expresión clara y mecanismo seguro, pero al que le falta vuelo expresivo, como de pequeño formato y no precisamente arrebatador. Y esta vez fue especialmente de lamentar porque Pedro Halffter planteó un acompañamiento de amplio aliento, más romántico en su concepto que el de un solista que quería claramente un Beethoven más recogido, lo que en obra como ésta puede ser discutible, y que no dejó que tiraran de él, con lo que la cosa se quedó a medias. Hubo corrección, qué duda cabe, pero también momentos algo lánguidos, como en el movimiento lento y su transición al último, desprovista de misterio, de esa expectación que el músico provoca en el oyente.
Festival de Canarias
Orquesta Filarmónica de Gran Canaria. Pedro Halffter, director. Rudolf Buchbinder, piano. Obras de Adams, Beethoven y Richard Strauss. Auditorio Alfredo Kraus. Las Palmas, 7 de enero.
En la segunda parte asistimos a una gran versión de la Sinfonía Alpina, de Richard Strauss, obra que Halffter ama sin duda y que en su batuta queda plenamente reivindicada ante quienes la tachan de algo externa. Toda su carga descriptiva se expuso con claridad y vehemencia cuando correspondía, pero también con delicadeza y cuidado exquisito en sus zonas más líricas, en ésas donde el excelente primer oboe se lució con ganas.
La larga pieza pasó en un suspiro pero el concierto no terminó, pues a la segunda salida -sin esperar, pues, lo necesario- se nos ofreció como propina el Tiento de primer tono y batalla imperial, de Cristóbal Halffter, una página espectacular como pocas. ¿Tenía sentido esa propina en ese contexto? Las notas al programa ponían a John Adams a pan pedir, por lo que era legítimo que alguien se preguntara por qué no haber empezado por la pieza dada como encore -que su autor sea padre del director no quiere decir que éste no deba tocar su obra, y menos cuando una orquesta luce en ella de ese modo-, haber prescindido de las del americano y cerrado el concierto tal cual.
Las propinas son siempre una mala costumbre, pero a veces se entienden todavía menos.
Babelia
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