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Sistema electoral y participación política

El sistema electoral español no es de los más receptivos a la participación política. Seguimos usando esencialmente el sistema electoral aprobado por el primer Gobierno de Suárez para las Cortes de la transición. Las listas cerradas de candidatos sólo le ofrecen al elector la posibilidad de mostrar su preferencia por una opción de partido. La vuelta electoral única y el bloqueo de las listas hacen que las alianzas parlamentarias se sustancien sólo entre los elegidos, sin intervención de los electores, a diferencia de lo que ocurre en algunos sistemas electorales foráneos.

El sistema hispano ha resultado ser, por otra parte, de proporcionalidad muy débil pese a existir un mandato constitucional preciso en favor de la representación proporcional. Para adaptarse a ese mandato sería necesario ampliar el número de escaños del Parlamento hasta el máximo previsto en la Constitución; además, tal vez modificar la circunscripción electoral provincial en beneficio de circunscripciones por comunidades autónomas. Y muy probablemente sustituir el cómputo de d'Hondt por otro de mayor finura redistributiva, para que todos y cada uno de los votos sean igualmente determinantes o, dicho llanamente, tengan el mismo peso al traducirse en representación parlamentaria.

Corregir este conjunto de deficiencias no es fácil: pues la reforma necesaria ha de surgir precisamente del acuerdo entre los partidos que se pueden ver afectados por ella. Cada punto, cada aspecto del sistema, ha de ser examinado con lupa en sí mismo y en relación con todos los demás. Por eso, a pesar de sus deficiencias, que son conocidas y notorias, el sistema se viene manteniendo pese a ser como un espejo que deforma la voluntad política ciudadana, que achica unas cabezas y agiganta otras.

Sin embargo, el sistema electoral puede aliviar su lado esperpéntico con una modificación muy simple, que en sí misma no introduce innovaciones substanciales en el sistema de partidos, pero sí en el interés por la participación política de los ciudadanos. Con la particularidad de que ese cambio no es un invento nuevo o no probado, sino que se inspira en una modalidad electoral con larga y contrastada historia en la democracia de algunas órdenes monásticas, para cuyos miembros las elecciones de abad o de prior nunca son una cuestión baladí, pues de sus resultados dependen las condiciones de la vida cotidiana en común.

Se trataría, en suma, de que los ciudadanos pudieran optar entre votar a favor de una de las listas electorales presentadas o votar en contra de una de ellas. Que pudieran optar entre votar y vetar a una sola de las opciones presentadas. Para esto último bastaría introducir en el sobre de la votación una lista tachada; y en el escrutinio deducir los votos negativos o vetos a cada formación de los votos afirmativos, distribuyéndose los escaños según el total de los votos emitidos.

Creo que esta posibilidad, de impoluta virginidad democrática, sólo puede tener efectos políticos higiénicos. El ciudadano que hoy vota tapándose la nariz, por decirlo así -que no está nada convencido acerca de quién debe gobernar-, puede tener muy claro, en cambio, quién no desea en absoluto que gobierne. Con el pequeño cambio sugerido, quienes ahora votan en blanco o incluso los que no cumplen con el deber cívico del sufragio seguramente se sentirán atraídos a expresar su voluntad política y a participar en la vida colectiva, no tanto para manifestar una confianza que no tienen, sino para poner de relieve un temor -o un horror- que les parezca fundado.

Y los partidos políticos, simplemente, experimentarían a corto plazo un fuerte impulso para mejorar: tendrían que calibrar mejor su discurso público no ya para ganar votos, sino simplemente para no suscitar temores; tendrían que explicar mejor sus incumplimientos y sus errores y evitar las políticas no anunciadas, las que llegan al gobierno de matute por no haber entrado en el debate pre-electoral. Con este sencillo cambio, el elector que se sintiera traicionado podría optar entre votar a otro partido o castigar al que en el pasado le sorprendió en su buena fe.

Este minúsculo cambio del sistema electoral no tendría prácticamente costes económicos. Es muy fácil de entender y de aplicar, y seguramente son muchos los conciudadanos que se preguntarán simplemente: "¿Por qué no se nos habrá ocurrido antes?".

De momento, sin embargo, conviene discutir y examinar esta propuesta del derecho y del revés. Muy probablemente resulte convincente, y adecuada a nuestra humana manera de pensar. Muchas veces, aunque no sabemos muy bien lo que queremos, tenemos en cambio una idea precisa y muy concreta de lo que no queremos, y obramos en consecuencia. Si eso nos permite funcionar en nuestra vida personal -a veces acercándonos a lo que queremos, y a veces evitando lo que no deseamos-, ¿por qué no ha de funcionar en la formación de nuestras voluntades colectivas?

Juan-Ramón Capella es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Barcelona.

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