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Columna
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Saber beber

Si el hígado hablara, renegaría de las Navidades. También lo haría, probablemente, el aparato digestivo al que sometemos en estas fechas a un sobreesfuerzo inhumano pero, sin duda, el hígado se lleva la peor parte. Esa compleja víscera, que opera como un prodigioso laboratorio capacitado para proveer al organismo de las sustancias más sofisticadas, ha de procesar durante las fiestas cantidades ingentes de alcohol. El hígado no habla ni razona aunque si lo hiciera, tampoco entendería la hipocresía de una sociedad que se alarma por las cifras de alcoholismo mientras inunda cualquier celebración con excesos etílicos. Porque el problema siempre es el exceso. Así lo corroboran numerosos estudios científicos que certifican incluso las propiedades salutíferas de algunas bebidas espirituosas cuando son ingeridas con moderación.

Por desgracia los humanos no siempre sabemos atender las señales de alarma que nos envía el propio organismo. Es aquello que se conoce popularmente como "saber beber". En algunos individuos, las señales resultan tan evidentes y aparatosas que impone esa sabiduría por la fuerza. Es mi caso. Ni cojo el punto, ni exalto la amistad ni le doy a los cantos regionales. Tampoco me pongo gracioso. Una simple copa de más y lo paso fatal. Un trance que solo puedo resolver vomitando. Horrible. A pesar de ello, no siento envidia alguna por esas esponjas humanas que aguantan horas bebiendo ni por los que se sienten felices en estado de cocción y mucho menos por esos otros que encuentran en la botella el elixir que estimula su capacidad de relación social. Creo que, tarde o temprano, el precio que pagan es inaceptablemente alto. Toda una hipoteca que un porcentaje estremecedor de la juventud actual reconoce estar contrayendo sin propósito de enmienda.

Dos de cada tres jóvenes admiten sin rubor su afición a empinar el codo por encima de otras actividades de ocio como ir al cine o hacer deporte. Casi la tercera parte de los adolescentes menores de quince años se declara bebedor, a pesar de estar aún muy lejos de la edad en que la ley se lo permite. Cifras contrastadas que no muestran síntomas de declinar y que constituyen un auténtico desastre en términos de salud pública. Tal vez una justificada hipersensibilidad con tan lamentable situación lleve a veces a satanizar indiscriminadamente cualquier actividad que tenga que ver con el alcohol. Sin ir más lejos, recientemente y desde la oposición, en el Ayuntamiento de Madrid se ha criticado con dureza una cata de vino organizada dentro del programa de juventud de la Junta de Arganzuela. Se trata de una de esas visitas guiadas en que te llevan a ver un castillo, una bodega y a probar sus vinos. Por hacer esto acusan a Gallardón de fomentar el alcohol entre los jóvenes. Personalmente no lo creo. Al margen de que nadie puede apuntarse a esa actividad sin alcanzar la mayoría de edad pienso que introducirse en la cultura del vino no fomenta el alcoholismo. Incluso me atrevería a decir que más bien lo contrario. El conocimiento de ese mundo en el que se mezclan la tradición, el arte y la ciencia que la enología pone en juego para deleitar los paladares se me antoja casi incompatible con las borracheras a que nos tiene acostumbrados la alegre muchachada.

Los chavales consumen mayoritariamente en la calle y lo que beben no es precisamente para cultivar las papilas gustativas. Beben convulsivamente y beben cualquier cosa, desde el clásico calimocho elaborado con "tinto de cartón" hasta los combinados más abyectos, fruto de la mezcla de aquellos brebajes que oferta a mejor precio el comercio chino de turno. Éste es el botellón de cada fin de semana, el mismo que burla abiertamente los decretos municipales y el que tiene por exclusivo objeto el poner el cuerpo en un estado que algunos consideran óptimo e imprescindible para el divertimento. Quien haya tenido acceso, siquiera de forma iniciática, a la cultura del vino puede establecer claramente la diferencia entre la degustación y la ingestión de combustible líquido. Quien aprende a disfrutar del vino y sus matices suele aprender también a establecer los límites de ese placer y las circunstancias que lo propician. El saber beber es una forma de educación que algunos logran elevar hasta el refinamiento para su mayor goce y disfrute. El paladar alcanza la gloria y el hígado lo agradece.

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