Campanadas
Una: que la vida no se quede sin trabajo, que a nadie se le ocurra despedirla o prejubilarla. Dos: que no cambien las cosas que deben permanecer, que en invierno haga frío y en verano calor, y abril sea un mes lluvioso, y en mayo se acerque la tierra al sol, y los domingos desemboquen en los lunes, y después de las doce de la noche llegue la una de la madrugada, y luego venga el día con sus dedos manchados de rosa, y ella esté conmigo al despertarme. Tres: que cambie todo lo que necesitamos cambiar para que la muerte lo tenga más difícil, y no firme contratos basura o exija horas extras a sus empleados, y el hambre no dispare como un asesino a sueldo, y los números de las divisiones y las multiplicaciones no parezcan calaveras en los libros de los negociantes, y se inauguren grandes cementerios de armas al aire libre, para que el agua de las tormentas oxide con furia el vientre de los cañones, y la espuela del rayo queme la pólvora, y la pezuña tranquila de los elefantes pise el mal corazón de los verdugos y el miedo cómplice de los que prefieren mirar hacia otro lado. Cuatro: que sigan emocionándome las palabras de Cervantes, y la inteligencia melancólica de Borges, y las pensiones con mala reputación de Gil de Biedma, y los ojos adolescentes y posesivos de García Lorca, y las ciudades contadas por Galdós o por Dickens, y los versos de Neruda o de Alberti, y las habitaciones, los trenes, las butacas, los jardines públicos, la luz del día, las lámparas, las gafas y los libros. Cinco: que los estudiantes se tumben en la hierba de los campus universitarios en cuanto llegue el sol de junio, y yo sepa disimular mientras cruzo con mi cartera hacia la biblioteca. Seis: que tengan suerte todos los que acuden a una última cita, que no les hagan daño, que sean incapaces de dañar.
Siete: que sepamos distinguir a los periodistas de los calumniadores, a los columnistas de los sinvergüenzas, para que no dé asco abrir algunos periódico, ni miedo entrar en un taxi con la radio puesta. Ocho: que la mezquindad de los calumniadores y de los sinvergüenzas no consiga nunca cambiarnos el carácter. Nueve: que Ludwig Van Beethoven no se canse de las orquestas, ni Chopin de los pianos, ni Discépolo de los bares solitarios, ni Morente de los metales que busca el viento en la mina de su voz, ni Lucian Freud de sus retratos, ni Woody Allen de los psicoanalistas de Manhattan, ni Francis Ford Coppola de las novelas que pueden llevarse al cine, ni mis hijos de mí. Diez: que las fronteras y los dioses, ya que siguen empeñados en existir, hagan un cursillo rápido de conviencia, para que comprendan que no son perfectos, y sepan olvidarse de las ganas de molestar, de la ley del más fuerte, de la credulidad de los necesitados, de las llamas de los infiernos, de los comercios injustos, de las banderas manchadas de sangre, y del ojo por ojo, y del veinte por uno. Once: que mis amigos sigan reuniéndose todos los martes en el restaurante de siempre, que no se olvide la luna llena de ponerse seria para vigilarnos desde las torres de la Alhambra, que el destino vuelva a salvar en Almería la belleza de aquella cala del mar Mediterráneo, que Mónica encuentre el novio que se merece. Doce: y que el Granada Club de Fútbol ascienda este año a Segunda División B.
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