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FUERA DE CASA
Columna
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Canciones de Navidad

Cada Navidad nos metemos en algún belén. Y cuando no es Navidad, también. Es nuestra condición, nuestro espíritu, nuestra propensión al lío y el espíritu navideño. Me gusta la Navidad. Es el mejor tiempo para justificar estar fuera de casa. Hay que comer, y beber, con esos extraños que son tus compañeros, cenar con los amigos, estar al lado de los descarriados, invertir en los juegos de azar, comprar regalos, justificar los excesos e invertir en espiritualidad. Un iluminado paganismo con fondo de villancicos y panderetas en la imaginación. El tiempo ideal para los que estamos enganchados al consumo. Horarios abiertos y calles iluminadas. Una mala noche la tiene cualquiera. Yo estoy con todo el bar. Y casi todos están felizmente tocados por algún cava de más. Hay que ser patriotas, aunque sea de hojalata. Hay que ser entrañables, cariñosos y, el que pueda, tan gracioso como Rajoy en estos días entrañables. Seamos positivos. Demos cancha al bobo que llevamos dentro. No nos pongamos solemnes, insultémonos los unos a los otros. Estamos en Navidad. A cada uno según sus villancicos.

No nos tocó el gordo pero nos cantó el flaco Sabina. A cada uno según sus villancicos. Nuestras canciones de Navidad tienen letra de Sabina, vienen de una república con muchas nocturnidades, fuman traicionando los consejos de la sanidad, se consumen como hielos en vaso de güisqui, renace como su primera biografía -un guadiana que vino de Júcar-, se ordena como un soneto y se arruga como un concierto en Gijón. Renace Sabina, después de haberse suicidado varias veces; está pletórico de mala salud, herméticamente abierto, generoso con sus ronquidos, rodante como un rolling stones.

Sus canciones de Navidad, las de alivio de sus lutos, las de sus alegres melancolías, los himnos de ayer, los amores de hoy, se encontraron felices entre su público aplaudidor, entre sus semejantes con canas y las niñas que siguen sin querer ser princesas, están como aquel coñac, están como nunca.

Se le nota feliz, sabe, como Houellebecq, que la vida comienza a los cincuenta, con la salvedad de que termina en los cuarenta. Con sus pasados cincuenta, instalado en su renacimiento, más poeta sin que le quiten lo cantado, rojo que lleva sombrero -para poder quitárselo ante sus aplaudidores, en un escenario de marinos litorales, de faroles portuarios, con un toque de Emilio el Moro pasado por Chavela Vargas y que vuelve a conquistar su plaza más querida-. Se mantiene en el mejor estilo del regreso de Antoñete a Las Ventas. Toreo valiente como Curro, conquistando los tendidos desde que hace el paseíllo, como Rafael de Paula. Atlético y escuchimizado, vallejiano sin muertes parisinas, simpático ladrón de versos, caballero y Bonald, García y Prado, memorioso funes de los muslos de sus niñas de antaño, enamorado de sus hijas, jugador de billar, casero, familiar, navideño capaz de armar el belén, generoso de tragos, metafísico porque no come, quijotesco que se pasa las noches de claro en claro, y los días de turbio en turbio. Amigo de poetas, follones, malandrines y de tantas chicas sin flor. Sabineando la ciudad, contento como un burro de Lucena con cinco patas, fugándose de Mágina al mundo, con parada y fonda abierta en Tirso de Molina.

Joaquín Sabina, hijo de máter España, amigo de los González de Oviedo, maestro de espantadas asturianas, visitante de Gijón, el café en que lo cortés no quita lo cobarde. Cerrado sin sacristías, coleccionista de ángeles, compadre de Gabo, amigo del Nano, alumno del Krahe, liberado de cirrosis y de sobredosis, melibeo o jimeno, cantamañanas de nocturnidades, espíritu poco santo, nada solemne y un poco bobo, como todos, como casi todos.

Sabina no canta, ni baila. No se lo pierdan. Detrás del humo esconde el mejor fuego de una tribu a la que nos gustaría pertenecer. Sabina, el mejor de los cantantes navideños. Ponga sus villancicos, son el mejor alivio de cualquier luto.Y beben mejor que los peces.

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