¡Que viene enero!
Se acercaban la Nochebuena, el día de Reyes y todo eso, y Juan Urbano, como la mayoría de la gente, iba por la ciudad de comercio en comercio, contando sus monedas como cuentan sus últimas balas los sitiados y acercándose a los escaparates de las tiendas con la misma cara con que los peces se acercan al cristal de los acuarios: o sea, con cara de besugo. Le hubiera gustado ser Jesucristo para hacer el milagro de los panes y los euros; o quizá un rey Midas de andar por casa que, con sólo ponerle la mano encima a unos pantalones, una bata de señora o unos zapatos, pudiera convertir los precios de diciembre en las rebajas de enero. Sin embargo, mientras soñaba con eso se acordó que, según Chateaubriand, la ambición para la que no se tiene talento es un crimen, y de manera inmediata cambió de deseos: cualquiera le quita la razón a un tipo con cuatro vocales distintas en su apellido.
Porque Madrid, en estas fechas, es ante todo la ciudad de los cálculos, y prácticamente no hay otra cosa dentro de las cabezas de casi todos nosotros que multiplicaciones y restas de las que no se resuelven a través de las matemáticas, sino a través del ingenio, la única ciencia capaz de conseguir que dos más dos sea igual a cinco, a seis o a lo que haga falta. ¿Cuánto suman, por ejemplo, medio cochinillo asado, más dos cuñadas, más una caja de polvorones, más tres botellas de buen vino, más la abuela? Pues debe sumar, exactamente, lo que uno pueda permitirse que sume, lo cual no será fácil, pero para eso está la imaginación, para salir de las situaciones difíciles. "Todo lo que brilla, lo hace en la oscuridad", se dijo Juan Urbano, poniéndose un poquitín Schopenhauer.
Eso sí, otra de las peculiaridades de la Navidad es que uno, además de calculador, tiene que ser futurólogo, para intentar hacerse una idea de cuánto va a ser el año que se avecina. Sí, he dicho "cuánto", y no "cómo", porque Juan Urbano ya había leído en el periódico el anuncio de las subidas de tarifa que se avecinaban en los transportes, el agua y demás. O sea, el pan nuestro de cada enero, y más aún desde que la presidenta Esperanza Aguirre fue hecha con la Comunidad de Madrid, en el año 2003, porque entonces los billetes de metro y autobús costaban el 12,67% menos, y a partir de ahí el transporte subió el 2,8% en 2004; el 6% en 2005, y subirá el 4,87% el año que viene. Y sí, esta vez también han leído bien, he escrito fue hecha y no "se hizo". A veces, hay que mentirle a la gramática para decir la verdad.
Como todo buen aficionado a la filosofía, Juan Urbano es una persona perpleja a la que le gusta repetirse la definición de Cioran: "La vida, esa mezcla de química y estupor"; pero también tiene una mente asociativa, de modo que en un instante, mientras salía, cargado de bolsas, de unos grandes almacenes para entrar en otros, tendió un puente entre su idea de que las pascuas eran lo contrario de ellas mismas -puesto que transformaban su mensaje de caridad un puro desenfreno consumista- y su convicción de que la política en general, y más aún la que ponían en práctica los líderes regionales y municipales, era exactamente igual: lo contrario de ella misma, tal vez porque sus jefes habían encontrado la palabra "manta" dentro de la palabra "argumento" y pensaban que debajo de una manta se puede barrer cualquier cosa, desde el atasco de la sanidad hasta Sáez y Tamayo. Porque cada vez que hablaba Esperanza Aguirre era para decir que ella no subía los impuestos, pero subían.
O que el transporte de Madrid era barato, lo cual se demuestra por el hecho de que cada vez tenga que ser más caro, un razonamiento que se parece mucho al que hace poco leí en uno de esos libros de religión que algunos quieren que sigan estudiando los niños, según el cual la existencia de Jesucristo quedaba demostrada por el hecho de que ninguna persona del tiempo histórico y el espacio geográfico reales en que se le situaba hubiera demostrado su inexistencia. Lástima que esa explicación también sirva para probar la existencia de King Kong, que si no...
Juan Urbano se alejó, calle de Preciados arriba, con sus paquetes a cuestas y la cartera más vacía que el cráneo de un neonazi. "Qué le vamos a hacer", se dijo. "Lo que ellos le añadan a sus precios de enero, yo lo sumaré a mis gastos de diciembre, y el resultado se lo restaré a mi vida de los próximos siete meses. Y aquí paz, y después gloria". Feliz Nochebuena, y que enero les pille confesados.
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