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Crónica:CIENCIA FICCIÓN
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un crucero verniano por el Sistema Solar

NO CONTENTO CON ENVIAR una expedición a la Luna, Verne imagina un disparatado viaje, el más alocado de los viajes extraordinarios, pues el medio de locomoción es muy poco usual. El capitán Héctor Servadac, su ordenanza Ben-Zouf y la porción de suelo argelino bajo sus pies son barridos de la faz de la Tierra... ¡por un cometa! Emprenderán un increíble periplo que los lleva hasta Venus y Júpiter, capturarán un asteroide y se acercarán a Saturno para volver, sanos y salvos, al punto de partida. Un programa que nada tiene que envidiar al de las sondas Voyager, lanzadas por la NASA 100 años después de que viera la luz la novela Hector Servadac (1877).

En la superficie del nuevo y cambiante mundo hallarán a otros desventurados viajeros: el conde ruso Timascheff y la tripulación de su yate, un grupo de españoles, una joven italiana, el comerciante judío Isac Hakhabut, un grupo de soldados británicos y el profesor francés Palmyrin Rosette.

De entre ellos, sólo Servadac, ejemplo del héroe positivo verniano, de origen francés, claro, sale bien parado. El resto son meros arquetipos convencionales: empezando por el ladino Isac, con cuya balanza (trucada) Palmyrin determinará la masa del cometa y acabando por el grupo de españoles más entregados al baile y la juerga (guitarra, castañuelas y fandangos) que dispuestos a colaborar.

El sabio de turno es Palmyrin Rossette, un astrónomo autodidacta, egocéntrico e incomprendido, entregado a la investigación. No es el científico loco de otras obras vernianas sino un personaje pintoresco e inofensivo. Un ancestro del profesor Tornasol (su calva, gafas de montura redonda y péndulo en ristre lo delatan aunque su creador Hergé nunca llegó a reconocerlo), compañero de otro viajero incorregible: Tintin.

En la obra se mezclan hechos científicos rigurosos, extraídos de las mejores fuentes astronómicas del momento, con ideas extravagantes. El propio editor Pierre Hetzel avisaba de ello en una nota a pie de página en el capítulo de la edición original: "La fantasía extrema se alía con la ciencia sin alterarla. Es la historia de una hipótesis y de las consecuencias que habrían tenido lugar si pudiese, por imposible, realizarse".

En cualquier caso, se trata de una descripción magistral del Sistema Solar y, en particular, de los cometas, a la luz de los conocimientos astronómicos del siglo XIX. Un siglo prolífico en la visita de cometas espectaculares como Biela que, en 1832, pasó un mes antes que la Tierra por un punto de su órbita; Tebbut, que en 1861 se acercó hasta 0,13 Unidades Astronómicas (UA), ofreciendo una visión espectacular y Swift-Tuttle que, un año después (1862), pasó a tan sólo 0,0015 UA (menos de dos veces la distancia media Tierra-Luna).

Atento observador de la realidad científica, Verne debía estar al corriente del eco que tanto entre la ciudadanía como entre la comunidad científica debieron despertar tales acontecimientos. En el capítulo didáctico de la novela (capítulo 3), que acostumbra a incluir en sus obras, habla del caso concreto del cometa Biela.

Sin embargo, la novela contiene bastantes errores científicos injustificados. Algunos son imputables a las limitaciones del conocimiento astronómico propias de la época, otros, en cambio, se habrían podido evitar si Verne hubiese contado con la ayuda de alguno de sus asesores científicos como su primo, el profesor Paul Henri Garcet, colaborador habitual, fallecido años antes. El cometa encima del cual viajan por el sistema solar tiene características incompatibles.

De entrada, su nombre, Gallia, bautizado por el astrónomo de la historia Palmyrin, ya estaba cogido por un asteroide: 148 Gallia, descubierto en 1875. El tamaño, 740 kilómetros de diámetro, resulta demasiado grande. Estas dimensiones lo acercarían más a un asteroide y de los grandes. La densidad asignada de 10 gramos por centímetro cúbico está también fuera de lugar: resulta demasiado elevada para un objeto del Sistema Solar.

Los núcleos cometarios tienen dimensiones del orden de unas decenas de kilómetros. Claro que esto sólo se ha podido conocer de primera mano gracias a misiones espaciales como Giotto que corrieron al encuentro del cometa Halley en su último paso en 1986.

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