Los rostros de la religión
El debate sobre el lugar de la religión en la enseñanza ha sido planteado entre nosotros como una cuestión de poder. En una sociedad que se ha visto sometida en el último medio siglo a un intenso proceso de secularización, resulta lógico que la Iglesia concentre sus actuaciones en el objetivo de mantener una fuerte influencia sobre el sistema educativo, tanto por medio del apoyo económico estatal a la enseñanza privada como garantizando la presencia de la religión en los planes de estudio. Poco importa que los eslóganes manejados en ambos casos entren en contradicción, pues la "libertad de elección" esgrimida en el momento de defender una concertación ventajosa con el Estado no resulta aplicada al contenido de la materia religiosa a impartir. Tal y como algunos docentes de religión han podido experimentar a costa propia, la jerarquía eclesiástica impone en este terreno la ortodoxia. No otra cosa cabía esperar de una Iglesia como la española que cuenta con una sólida tradición de búsqueda, y en muchas épocas, de ejercicio de la hegemonía dentro del aparato de Estado (España del Antiguo Régimen), o en relación íntima con el mismo (era franquista). España no formó históricamente parte de la "Europa de los devotos", fruto de una actuación capilar en el seno de la sociedad y no de la concentración de poderes económicos y de control en la institución eclesiástica. Salvo excepciones, el catolicismo político en España se orientó hacia el integrismo, antes que a una democracia cristiana que nunca llegó a cuajar. Incluso la modernización instrumental arrastró esa carga arcaizante: nuestro don Sturzo fue Josemaría Escrivá. Nada tiene de extraño que, una vez disipada la atmósfera de pluralismo asociada al Concilio Vaticano II, y al calor de la restauración paulina de Ratzinger, regresen las viejas actitudes de intolerancia, sin otro límite que la conciencia de la propia debilidad.
Cualquiera que sea el desenlace del conflicto, lo importante es que su entrada en escena ha venido a impedir la discusión sobre lo que verdaderamente importa: definir el papel de la religión en nuestro sistema de enseñanza, y paralelamente, en nuestras concepciones de la política y de la sociedad. Porque los dioses existen, a pesar de que algunos los califiquemos de "seres de existencia no demostrada". Existen porque miles de millones de hombres y mujeres hacen de ellos objeto central de su sistema de creencias y, en torno a ese protagonismo imaginado las distintas doctrinas religiosas tejen las redes, a veces auténticas telas de araña, en cuyo interior se mueven individuos y colectividades. El ejemplo más inmediato que viene a la mente es el del islam, que proporciona al musulmán una envoltura satisfactoria y exigente a la vez para encauzar sus comportamientos, sus valores e incluso sus gestos y sus rituales a lo largo de la vida. Pero en mayor o menor medida, esa influencia la ejercen todos los credos religiosos sobre quienes los practican y sobre el conjunto de la sociedad cuando la implantación de la creencia es suficiente.
En una palabra, no es posible entender sociedad alguna sin el conocimiento del factor religioso que actúa dentro de ella. Y otro tanto sucede en el campo de la política. Fue Rousseau en El contrato social quien hizo notar que en el curso de la historia los hombres habían estado gobernados casi siempre por los dioses, y en consecuencia, iban a aceptar con dificultad el hecho de encontrarse bajo el gobierno de otros hombres. De ahí que el avance de las formas democráticas y de la secularización se haya visto acompañado en el mundo contemporáneo por una corriente en sentido inverso, con frecuentes episodios de transferencia de sacralidad, consistente en la aplicación de conceptos y símbolos religiosos al orden político, desde la exaltación de la patria como ente sagrado al culto de masas ofrecido al líder carismático. En el límite, los movimientos y las ideologías totalitarios, como el fascismo o el comunismo, trataron de dar nueva forma desde el Estado al conjunto de la sociedad e intentaron forjar un "hombre nuevo" mediante una vinculación sin límites, una religación, del individuo al líder de tipo duce, führer, gran timonel o comandante, así como al movimiento y a sus símbolos. La religión en sentido tradicional sirvió de patrón para la aparición y el desarrollo en el siglo XX de lo que Raymond Aron llamó "las religiones seculares", con sus distintas promesas de paraísos sobre la tierra, convertidos luego en otros tantos infiernos "realmente existentes".
La consecuencia es clara: el estudio del hecho religioso se justifica tanto por la importancia de la religión en sí misma como por las mencionadas proyecciones de las creencias religiosas sobre la vida social y el orden político. El análisis de la teología es relevante en sí mismo y para explicar procesos de diferenciación y conflicto de enormes repercusiones en el curso de la historia, como los que Jean Meyer acaba de estudiar en su minucioso estudio sobre las relaciones entre el catolicismo occidental y la ortodoxia. Del mismo modo, el medio social y cultural incide sobre la religión. El seminario de Tiflis es tan importante para entender a Stalin como el auge capitalista en una sociedad tradicional para dar cuenta de Bin Laden y de los principales portavoces del salafismo islámico. Desde un punto de vista antropológico, sobran los datos a favor de considerar la demanda de religión como un resultado inexorable de la conciencia de precariedad que la realidad impone a los seres humanos. De ahí la interactividad, tantas veces ignorada, entre las formas religiosas y su contexto. Y el hecho citado de que el abandono de la búsqueda del paraíso celestial haya cedido paso a la construcción de paraísos imaginarios a alcanzar sobre la tierra. El inconveniente aquí, caso de la utopía comunista, es que ese paraíso era falsable, se desvanecía o se convertía en un horror al pretender materializarse, a diferencia de lo que ocurre con los diseñados por los credos monoteístas.
La complejidad del fenómeno religioso debiera ser el punto de partida para la enseñanza de la religión. Todo lo contrario de la catequesis en que la misma viene consistiendo, con el docente tratando de ganar la adhesión del alumno a un credo siempre cargado de valores positivos, sea éste el catolicismo, el judaísmo o el islam. Para el enfoque imperante, nada de centrarse en el análisis comparativo de la historia de las religiones, que de modo inevitable haría pedazos la pretensión de ofrecer una verdad absoluta. Llegados a este punto, conviene subrayar que ese espíritu de adoctrinamiento, con la consiguiente aproximación reverencial, en tiempo de crisis como el nuestro, va más allá de la escuela e impregna con excesiva frecuencia los discursos públicos de los líderes religiosos. Ante la evidencia de que la religión puede producir en determinadas situaciones violencia y terror, reaccionan insistiendo en esa bondad intrínseca de su credo propio y de todos los demás en un auténtico "prietas las filas", con lo cual desautorizan todo intento de indagación sobre cuáles pueden ser los factores que en una doctrina religiosa propician la emergencia del Mal.
Tal es el peligro que acecha a la campaña emprendida para promover la alianza o el diálogo entre las religiones, de momento orientada a convertirse en una sucesión de expresiones de solidaridad corporativa entre dirigentes, escasamente útil, porque no estamos ante una guerra teológica. Nunca falta la inevitable referencia al problema de la desigualdad y de la pobreza, tomando erróneamente al contexto por núcleo del problema. El terrorismo tipo Al Qaeda es "indefinido" (sic), y si existe es por "el sufrimiento y el sentimiento de injusticia" experimentado por los ciudadanos musulmanes, nos contaba en estas páginas la principal portavoz entre nosotros de este enfoque. Cuando la miseria de tantos, y no sólo de los musulmanes, es hoy cuestión de importancia sin duda superior al terrorismo, pero no su causa. De momento, las reseñas de prensa apenas ofrecen espacio para el optimismo. En el reciente encuentro de Bilbao nos encontramos con frases cargadas de buenas intenciones del tipo "necesitamos un mundo de amor" o "no hay un camino para la paz, la paz es el camino", y a su lado otras tan grandilocuentes como susceptibles de una doble lectura: "No queremos la paz de la seguridad, sino la seguridad de la paz y de la justicia" (Mayor Zaragoza). Frase redonda; lo malo es que la puerta queda así abierta para la explicación del fanatismo como respuesta a la injusticia, cuando frente al terror, la paz de la seguridad debe constituir un fin en sí mismo, y en nada contradice la lucha por la justicia. Bin Laden y los suyos no son precisamente bandidos generosos. Tampoco la vía elegida por Bush lleva a la paz de la seguridad, sino a todo lo contrario.
En definitiva, la huida de los problemas reales desviándose hacia el marco económico y político, así como el rechazo reverencial hacia todo tratamiento crítico de la religión, incluso cuando éste tiene clamorosas consecuencias políticas, viene siendo el leitmotiv de un discurso empeñado en mantener la oscuridad. Pensemos en lo que ha sucedido con la elección de Ahmadineyad como presidente de Irán. Antes aun de los comicios, nuestros islamólogos militantes tranquilizan a lectores y audiencias, aquí y en la radio amiga, llegando a comparar las elecciones iraníes con las norteamericanas, declarando que el avance logrado con Jatamí era "irreversible" (sic) en la política iraní, "dejando de lado las expresiones religiosas más extremas" (sic), para concluir que Europa debe ser comprensiva con el nada peligroso acceso de Irán a la energía nuclear. Hubiera bastado repasar, como algunos hicimos, la ideología del jomeinismo radical, de los guardianes de la revolución desde el 79, para percibir el enorme riesgo que para todos representa un fanático integrista cuyo sueño consiste en impulsar la destrucción de Israel, tras la oportuna invocación del "imán oculto". Ante el mazazo de sus declaraciones, silencio entre los defensores de ayer y martilleo sobre Irak, donde hasta Al Zarqaui y sus degüellos televisados deben ser obra de la propaganda made in USA. Silencio también, cómo no, sobre la proliferación recién descubierta de focos de islamismo violento en España.
Es curioso: tanto en la enseñanza como en los medios de comunicación social, nadie se esfuerza tanto como los apologistas en impedir el conocimiento de las implicaciones tanto sociales como políticas del hecho religioso. Les basta con insistir en que la religión es siempre amor, olvidando las palabras del bellísimo Dixit Dominus de Haendel: el Señor "sembrará todo de ruinas y aplastará las cabezas en tierra de muchos".
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
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