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Tribuna
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De ciegos y locos

El pasado sábado, cerca de las dos de la madrugada, se me ocurrió aprovechar el último metro de la línea amarilla para volver a casa. Llevaba años sin hacerlo y, a pesar de que había oído algunos comentarios de lo que ahí ocurre a esas horas, no estaba en verdad preparado para lo que me iba a encontrar. En el andén, densamente poblado por jóvenes de distintas nacionalidades que competían entre sí en el arte de fastidiar al prójimo con sus algarabías, me situé cerca de un cuarentón de mirada soberbia que sacó un cigarrillo del bolsillo y, con toscos ademanes, me exigió que le diera fuego, como si yo fuera su ordenanza o su lazarillo. Para evitar complicaciones, le dije que no tenía y me respondió con una especie de gesto obsceno. Luego dirigió su demanda a unos chicos que ya estaban fumando y en los que el hombre no había reparado. Se puso entonces a lanzar humo por todos sus orificios, como queriendo decir que ahí estaba él y que hacía lo que le venía en gana.

Una enfermedad grave es creer que uno es libre en la medida en que se salta las leyes y perjudica los intereses ajenos

Confieso que soy fumador y, en general, no me molesta el humo de los demás, pero sí me molesta mucho que a la gente se le den tantas facilidades para quebrantar la ley. A los pocos minutos, ya en el vagón, todos siguieron fumando, liando porros, chillando como energúmenos y derramando cerveza por doquier. En un momento dado, un muchacho pálido como la cera que se tambaleaba entre sus colegas mientras éstos cantaban con acento cuartelero las hazañas de la noche, soltó inesperadamente un chorro de vómito en el justo momento en que el tren hacía su parada en una estación. Yo, que me encontraba muy cerca del suceso, tuve que saltar ágilmente para que no me salpicara. A su vez, el pobre muchacho saltó al andén y se sentó en un banco para seguir vomitando en un lugar más discreto. Sus compañeros de juerga se pusieron a sostener las puertas del vagón con todo su empeño y, entre grandes risotadas, le fueron gritando que volviera. "Es que cuando te viene el vómito, no hay quien lo pare", comentó el fumador de mirada soberbia con aires de haber filosofado mucho a lo largo de su vida. Estuvimos parados un rato con los muchachos impidiendo entre risas y gritos que las puertas se cerraran, pero no vino nadie. Al poco, alguien consiguió que el desafortunado juerguista abandonara su banco y regresara al vagón.

El tren se puso en marcha de nuevo y yo llegué a mi estación sin más incidentes, pensando en lo que dice Stuart Mill sobre el derecho a emborracharse y el deber de no perjudicar a los demás.

Entonces vi en la pared uno de esos carteles de la Generalitat en los que se recomienda dialogar con las personas de comportamiento salvaje y se me ocurrió que el dinero que se invierte en esas campañas podría tal vez invertirse en sueldos para vigilantes nocturnos del metro y otros lugares poco recomendables. El diálogo es algo ciertamente muy noble y muy interesante, pero sólo es posible cuando las dos partes tienen algo sobre lo que dialogar. Puede que alguien se crea realmente que un maltratador, un matón de escuela o un gamberro dispuesto a destrozar los bienes públicos o a orinarse en el primer rincón a su alcance deponen inmediatamente su actitud cuando se les susurra al oído la palabra civismo. Si es así, habrá que concluir que nuestra sociedad padece dos graves enfermedades.

Una de estas enfermedades es la que lleva a confundir la libertad con el libertinaje. Ya está: ya me han hecho soltar por fin la frase que tanto aborrecía en mi adolescencia cuando la escuchaba por boca de mis mayores, si bien es cierto que ellos se referían por lo general a comportamientos que sólo afectaban a la libre decisión de cada uno sobre sí mismo y yo me refiero al deber derespetar la libertad del otro. Por eso he tardado tantos años en pronunciar la frase, porque aún hay mucho puritano suelto que la sigue tomando en ese abyecto sentido. En fin, a lo que iba. Una enfermedad, y muy grave, es la de creer que uno es libre en la medida en que se salta las leyes y perjudica los intereses ajenos, e incluso que eso contribuye -también se da el caso- a construir un mundo más justo y menos globalizado. La otra, no menos grave, consiste en considerar reaccionario cualquier intento de imponer un orden social razonable, pensando que todo se va a resolver con buenas palabras, como si los enemigos de la convivencia no odiaran precisamente las buenas palabras más que cualquier otra cosa en el mundo.

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El buenismo o papanatismo, que es como últimamente se ha dado en llamar esa actitud, tiene además una morbosa tendencia a perseguir lo que pertenece a la libertad individual al tiempo que tolera lo inaceptable. Mientras la calle lleva ya años entregada a la bestia humana sin que por parte gubernativa se tomen las medidas que correspondería, la Administración edita grandes manuales de corrección política destinados a educar a ciudadanos ya perfectamente educados y se ponen en marcha leyes de persecución del tabaquismo que se entrometen de lleno en las decisiones personales. No se podrá fumar en los restaurantes ni en ningún espacio de las empresas privadas aun cuando los responsables de estos lugares no vean inconveniente en permitirlo, pero siempre será posible transgredir las leyes en los vagones de metro, claro. Dice el rey Lear que el signo de sus tiempos es que los locos guíen a los ciegos. En nuestro tiempo las cosas son un poco distintas: gobiernan los ciegos y nos toman a todos por locos excepto a los locos.

Ferran Toutain es ensayista

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