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Tribuna:¿DEBEN PROHIBIRSE LAS DONACIONES ANÓNIMAS A LOS PARTIDOS POLÍTICOS? | DEBATE
Tribuna
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La bolsa o la vida

"No hay dinero que llegue": sí, también los responsables de finanzas de las organizaciones partidistas podrían afirmar sobre su ingratísima tarea lo que suelen decir, desesperadas, las amas de casa cuando se les pregunta por la cesta de la compra. Y es que, en efecto, la competición política en las sociedades democráticas somete a los partidos a una presión de gasto tan tremenda que es fácil que, antes o después, sus dirigentes acaben por ceder a la peligrosa tentación de hacer las trapacerías más diversas.

Por eso es tan importante legislar -y hacerlo bien- en materia de financiación de los partidos: porque sólo cuando el sistema que regula las relaciones entre política y dinero es razonable y realista cabe esperar el estricto cumplimiento de la ley.

Si no hay limitación de los gastos será imposible evitar la financiación al margen de la ley

Dicho lo cual, la pregunta resulta, claro, de cajón: ¿cómo ha de ser un sistema de financiación para poder calificarlo de razonable y realista? Aunque el asunto daría para varias tesis doctorales, la experiencia enseña, en todo caso, dos principios sin los cuales no es posible confiar en que las cosas marchen bien: primero, que el sistema ha de asegurar que los partidos puedan hacer frente a sus gastos electorales y ordinarios; y, segundo, que ha de garantizar, de una forma efectiva, que esos gastos no podrán sobrepasar los topes que se fijen legalmente. Uno y otro principios son como la cara y la cruz de una moneda. Es más: son, de hecho, la cara y la cruz de la financiación de los partidos.

La suficiencia financiera de las organizaciones partidistas ha tratado de asegurarse, en la mayoría de los Estados democráticos, mediante una combinación adecuada entre financiación pública y privada. España no es, por supuesto, una excepción: también nuestros partidos reciben sustanciosos fondos para hacer frente al pago de sus actividades ordinarias, sus campañas electorales y el funcionamiento de sus grupos parlamentarios estatales y autonómicos Y también pueden recibir aportaciones privadas de los particulares. Pero mientras que los objetivos de la financiación pública son meridianamente claros y mayoritariamente compartidos -impulsar la igualdad de oportunidades de las distintas fuerzas que componen un sistema de partidos y liberarlas del chantaje al que podrían verse sometidas por parte de los grupos de presión que decidieran apoyarlas con dinero-, la financiación privada es fuente constante de incontables debates y conflictos: no es casual que en el proceso de reforma de nuestra ley de financiación en que hoy están embarcadas las Cortes Generales, la de los límites de la financiación privada sea la madre del cordero.

Resulta posible, sin embargo, sostener dónde podría estar el virtuoso punto medio del realismo y de la razonabilidad en el ámbito de la financiación privada partidista: en aceptarla como una práctica inderogable en democracia, en exigir que las aportaciones procedentes de manos privadas sean públicas sin ningún tipo de excepción, en considerar financiación privada las condonaciones de créditos acordados entre entidades financieras y partidos y, finalmente, en fijar un límite máximo a las aportaciones privadas que las fuerzas políticas pueden recibir.

Como hasta el momento hemos hablado de la cara, tratemos ahora de la cruz. De la cruz, sí, pues nadie que sepa del asunto duda ya de que ni el más generoso sistema de financiación pública que quepa imaginar, ni el más virtuoso sistema de financiación privada que pueda disponerse, serán capaces por sí solos de evitar que los partidos hagan trampas para sacar dinero de debajo de las piedras -es un decir- si no se fija un límite legal de gastos que ninguno puede rebasar. La razón de que las cosas acontezcan de ese modo es bien sencilla: si no hay límites, la competencia partidista determina una carrera imparable de aumento de los gastos, dado que todos los partidos tienden a creer que sus resultados mejorarán o empeorarán en función de la cantidad de dinero del que dispongan para competir con los demás. Como todos creen lo mismo, todos gastan más, y más, y, al hacerlo, obligan a gastar también a los demás, en un círculo -vicioso, desde luego- cuyo desenlace final es conocido: "No hay dinero que les llegue".

Y cuando el dinero legal -público o privado- no alcanza para pagar unas facturas de las que los partidos creen a pies juntillas que dependen sus posibilidades de mantenerse o de crecer, los partidos hacen con mucha frecuencia lo que ya sabe todo el mundo: se financian ilegalmente, buscando el dinero dondequiera que se encuentre. Pero, ¡ay! ese dinero negro está siempre disponible a cambio de las contraprestaciones oportunas. Si nadie da duros a tres pesetas, mucho menos los da gratis.

Esta, y no otra, es la razón por la que cualquier sistema de control que trate de garantizar que los partidos se financien respetando como Dios manda las estipulaciones normativas debe comenzar por asegurar -en la medida en que las leyes pueden asegurar estas cuestiones- que los propios partidos respetarán escrupulosamente los topes de gasto fijados por la ley. Si no hay limitación efectiva de los gastos será imposible evitar, llegado el caso, que uno u otro partido (y, muchas veces, que unos y otros) recurran a financiarse al margen de la ley. Y ello porque la tentación, estando lo que está en juego casi siempre, suele resultar irresistible.

Es cierto, en fin, que en las modernas videodemocracias los partidos tienen un estímulo para respetar las leyes que regulan su relación con el dinero que antes -hace, por ejemplo, medio siglo- no tenían: el, potente como pocos, estímulo del miedo. Pues junto al tradicional miedo a perder, que azuza el ingenio para ir tras los dineros allí donde se encuentren, está también un miedo nuevo: el de desaparecer en medio de la charca de la financiación ilegal y la corrupción que aquélla suele traer siempre de la mano. Por eso, con unos electores que en materia de corrupción no le pasan ya ni una a los partidos, elegir entre financiarse ilegal o legalmente es también, sin duda alguna, optar entre engordar la bolsa o conservar la vida.

Roberto L. Blanco Valdés es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela.

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