Despojamiento y vida

Con expresiones del tipo "revolución del despojamiento" o "música de la vida" se ha referido Milan Kundera en sus escritos a su admirado compositor Leos Janácek. A propósito de la primera, decía que Janácek "era más romántico que todos los románticos. Su música no es más que emoción. Él apartó de la composición toda la técnica de transición, de desarrollo, de elaboración contrapuntística, porque sólo quería las notas cargadas de expresión". Y en cuanto a la segunda afirmaba que "mucho tiempo antes de Messiaen y la música concreta, Janácek se sintió atraído por la música de la vida, por los ruidos, por los cantos de los pájaros, por el aspecto musical del lenguaje hablado".

Despojamiento y vida son dos de los elementos que confluyen en las representaciones de Jenufa estos días en la temporada de Ópera de Oviedo. Hay que constatar, de entrada, la fascinación que esta ópera ha provocado en el Campoamor y basta con recurrir al tenso silencio de la sala para comprobar la dimensión del interés suscitado. Oviedo se incorpora también a la reivindicación de una ópera y un autor fundamentales, siguiendo los pasos de Madrid, Bilbao o Barcelona. En el intento, la ciudad de La Regenta ha salido airosa.

¿Dramatismo o elegía? El director chileno Maximiano Valdés plantea una versión serena y poética de la ópera, idealista, buscando más la comprensión y la compasión que los ecos de la tragedia. La orquesta le sigue con pulcritud. Al principio desconcierta este planteamiento, después se puede aceptar y, de hecho, hasta resulta bastante convincente. La puesta en escena ayuda. Color de tierra, dirección sumamente teatral, con un imponente movimiento coral en los cambios de escena y con una atención privilegiada a los personajes. El canadiense Robert Carsen se inclina hacia una visión intimista, en consonancia con el director musical. Puertas, muchas puertas, con el sentido alegórico que sugieren, sirven para enmarcar todo un mundo de dolor y esperanza a la vez. Pocas veces se ha visto Jenufa en una dimensión tan confidencial. Por allí deambula la soprano Amanda Roocroft, imponente en el papel protagonista, sensual en cierto modo, ambigua y con la fuerza inequívoca de la tragedia y de la cercanía. Cantando e interpretando con pasión.

Josephine Barstow despliega una enorme tensión dramatúrgica como Kostelnicka, aunque su voz gastada se pierda en ocasiones. Stefan Margita resulta convincente como Laca, y también, por supuesto, aunque un escalón por debajo, Ian Storey, como Steva, o Mercè Obiol, como Abuela Buryja. Lo más flojo fueron las intervenciones del coro de la Asociación Asturiana de Amigos de la Ópera, bastante bisoños para un cometido de esta envergadura. En general, la representación transcurrió con enjundia. Es más, ha sido una de las más satisfactorias, quizás la más completa, de la última década en Oviedo. Hay que ver. La ópera sigue pisando fuerte fuera de las grandes capitales en España.