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Ingenierías de la sociedad chilena

He visto y he participado en elecciones desde mi más remota infancia. He sido testigo de niño de la antigua práctica humillante, deshumanizada, del cohecho, de la compra de un voto a cambio de una empanada y de un par de billetes rojos de cien pesos, billetes que entonces se llamaban congrios. He presenciado desfiles, anuncios fervorosos, promesas que no se podía cumplir, actos de cierre de campaña. Asistí desde un sexto piso del Barrio Cívico, en calidad de joven espectador, a la manifestación del final de la campaña de Carlos Ibáñez del Campo. Era el departamento de un conocido senador liberal, amigo de mis padres, y toda la concurrencia sostenía en forma enfática que la candidatura de la derecha, encabezada por Arturo Matte Larraín, todavía no estaba perdida. Pero las masas ibañistas no terminaban nunca de llegar a la Plaza Bulnes, como marea humana, y las caras de los señores reunidos en aquel salón, bien trajeados, circunspectos, hablaban con un lenguaje diferente al de las palabras y mucho más convincente. Podría decir que fue una de mis primeras y más elocuentes lecciones en la ciencia de la semiótica: el voluntarismo verbal en contraposición con los lenguajes gestuales, en este caso involuntarios.

Ahora nos encontramos en otra víspera, menos dramática que las de aquellos años, pero no menos importante. Además, es una situación notablemente nueva en la política chilena, aunque quizá no sea fácil percibirla así, al menos a primera vista. Por un lado, el tercio tradicional de la derecha se presenta dividido, con dos candidatos que han celebrado pactos tardíos de alianza, pero que durante la campaña actuaron como perro y gato y dieron la impresión, muchas veces, de que el enemigo principal era el otro. Fue un espectáculo extraño, desconcertante, revelador, y que le dio facilidades al oficialismo, y al presidente Lagos en particular, para poner el fenómeno en evidencia en unas pocas frases incisivas.

El hecho de que la candidata de centro izquierda sea mujer, socialista e hija de un general torturado y muerto en las cárceles del pinochetismo es un elemento nuevo, de un simbolismo enorme, de un poder de comunicación que supera a muchos argumentos y muchos discursos. Michelle Bachelet no ha tenido necesidad de decir gran cosa a este respecto. Son, al fin y al cabo, circunstancias que la acompañan, que la rodean y que en último término no dependen de ella. Lo único que necesita es ponerse a la altura del símbolo en momentos claves, y me parece que ella lo ha entendido bien y ha manejado el asunto con inteligencia. En los últimos días ha surgido un lema de campaña que antes no se notaba con tanta claridad: la idea de que Bachelet representa la candidatura de la continuidad y del cambio. No es fácil representar a la vez la continuidad y el cambio, es como la cuadratura del círculo, pero uno tiene la impresión, en líneas generales, de que sectores importantes del país quieren que las cosas sigan en la misma línea gruesa, pero con inflexiones fuertes, marcadas, para intervenir en algunos puntos críticos. Tampoco es fácil resumir en qué consisten estos puntos negativos que nos dejan el Gobierno de Lagos y los dos anteriores de la Concertación, pero podemos ensayar una enumeración: la aguda desigualdad de la riqueza, los problemas del empleo, los insuficientes resultados en educación y en salud, la pobreza del panorama cultural, las agendas no cumplidas en diferentes asuntos internacionales y quizá, por encima de todo, en las relaciones postergadas, nunca bien planteadas e iniciadas, con Bolivia. No vamos a desarrollarnos de verdad, para dar un solo ejemplo, si no resolvemos el tema de la energía y de la dependencia energética, y esto exige una diplomacia poderosa, imaginativa y convincente en todo el cono sur y, aún más, en el conjunto de América Latina. En esto hemos sido débiles, inseguros, poco profesionales, y no podemos darnos el lujo de seguir por esta vía mediocre. Tendremos que inaugurar un estilo menos triunfalista, más culto, más lúcido. Encuestas recientes indican que los chilenos ven a Chile con gran optimismo, como país destacado y de éxito, y que el resto de los latinoamericanos más bien nos ve como arrogantes y distantes. Es paradójico, ya que los chilenos hemos cultivado en los últimos años un sentido intenso de la crítica y la autocrítica, una especie de manía que se ha bautizado de "flagelante", pero parece que sólo la practicamos de puertas adentro. Hacia el exterior sacamos pecho y muchos nos miran, con algo de razón, como si fuéramos pavos inflados.

La candidatura de Tomás Hirsch también ha sido un fenómeno nuevo: ha usado un lenguaje directo, libre de ataduras oficiales, institucionales, empresariales, y ha dado la impresión de hacer una campaña libre de compromisos. A mí me parece, sin embargo, que Hirsch perdió una oportunidad interesante. La izquierda marxista se ha renovado en muchas partes del mundo contemporáneo, hasta dejar atrás en la mayoría de los casos la ortodoxia ideológica, pero la extrema izquierda chilena sigue siendo una de las más dogmáticas y menos renovadas del planeta. Hirsch, por ejemplo, tuvo en varias ocasiones la oportunidad de hincarle el diente al problema de la disidencia y de los derechos humanos en la Cuba de Fidel Castro, pero esquivó siempre el bulto. Mostró así el límite de su independencia, de su aparente libertad frente a los compromisos convencionales. ¿Puede alguien creer, en estos primeros años del siglo XXI, que defender a un disidente, a un encarcelado, a un perseguido de cualquier dictadura, sea ésta de un signo ideológico determinado o del signo contrario, es de derecha, mientras que guardar silencio o hundir la cabeza en la tierra, como los avestruces, es de izquierda? Ya los comunistas italianos de los años setenta tenían ideas más modernas, de mayor autonomía intelectual, cuando hacían, para citar un caso, la defensa del derecho de Alexander Solzhenitsyn a sostener sus puntos de vista frente al poder moscovita, que nuestra izquierda criolla treinta años más tarde. Los seguidores de Hirsch terminan entonces por refugiarse en un discurso simplista, donde la eterna y truculenta acusación contra EE UU pasa a ser una panacea, una solución de todas las dudas y todos los conflictos, como si el país de Bush y el de Bill Clinton, el de Franklin Roosevelt, el de Miles Davis y Ernest Hemingway, fueran una y la misma cosa. En otras palabras, el discurso electoral de Tomás Hirsch ha tenido momentos simpáticos, acentos ocasionalmente frescos, pero ha terminado por caer en monsergas, consignas, lugares comunes bastante añejos. Ha sido una oportunidad perdida de renovación, y la verdad es que necesitamos renovarnos por todos lados, en todos los sectores, en la izquierda, en el centro y en la derecha.

Desde el punto de vista de la renovación, precisamente, la candidatura de Sebastián Piñera tuvo un sentido claro. Frente a una derecha dura, donde muchas caras formaron parte del paisaje del pasado dictatorial, y que ahora intenta reemplazar el pinochetismo por algo parecido a un nuevo populismo, Piñera propone unaalternativa de centro derecha más liberal, más libre de ataduras históricas. Si hubiera llegado más lejos en esta línea, habría sido interesante para él e incluso para el país. Pero en la política chilena moderna se produce siempre un fenómeno aplastante, perturbador, casi letal: las ambiciones de poder arrasan a cada rato con las ideas y los principios. Me parece que Piñera se ha hecho la ilusión de ganar las elecciones actuales y que esto lo ha llevado a practicar un discurso político más bien ambiguo. Si nos hubiera explicado en forma clara, convincente, con argumentos sólidos, cómo se puede ser un empresario exitoso, progresista y a la vez plenamente desvinculado del pinochetismo, creo que habría estado en condiciones de alcanzar una votación muy alta. Pero se quedó a mitad de camino y su candidatura, en definitiva, no planteó situaciones tan nuevas como anunciaban y esperaban algunos. En otras palabras, ha sido una campaña política diferente, propia de estos tiempos, donde han soplado algunos aires de renovación, pero ninguna de las candidaturas ha llegado demasiado lejos, ni siquiera en su propio terreno. En diversas circunstancias se ha notado que el deseo de ganar votos dominaba sobre todas las demás consideraciones. Los símbolos más poderosos y atractivos son los que ha encarnado Michelle Bachelet. Ella ha tenido la sensatez suficiente para estar a la altura de estos símbolos y no defraudar. Llegado el momento, ha manejado con habilidad los argumentos del feminismo. ¿Por qué se puede decir, como si fuera la cosa más natural del mundo, que una candidata mujer está gorda y no se dice lo mismo de un hombre candidato, salvo que se trate de un caso de obesidad mórbida? ¿Y por qué se habla tanto de los asesores de su campaña, como si ella sólo pudiera gobernar por mano masculina interpuesta? La capacidad de gobierno de las mujeres quedó demostrada hace mucho tiempo en la historia de Occidente, desde los reinados de Isabel la Católica y de Isabel Primera de Inglaterra. El debate local nuestro ha tenido ecos provincianos y hasta cavernícolas. Reconozco, sin embargo, que la candidata de la Concertación se ha defendido bien, hasta con gracia, y eso nunca sobra en los universos en general poco agraciados de la vida política.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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