Todavía hasta el cuello
Entre las partituras para actores que Beckett escribió, Happy days (1961) es una de las más representadas. Trino Trives hizo la primera traducción, y José Sanchis Sinisterra tituló la suya ¡Qué hermosos días! La de referencia es la de Antonia Rodríguez Gago, en Cátedra: Los días felices. Digo partitura para actores, porque Beckett pauta minuciosamente sus movimientos. Su puesta en escena admite pocas variantes. Winnie, la protagonista, vive semienterrada en un montón de arena. Posee una sombrilla, un sombrero, un bolso. Detrás, en un agujero, vive su marido, que interviene puntualmente en el espectáculo. Los días felices se representa a menudo. En los últimos años, recuerdo un montaje argentino, otro de la compañía El Canto de la Cabra; el de Strehler, con Giulia Lazzarini, en La Abadía... Y uno de Peter Brook, interpretado en inglés por Natasha Parry, su esposa, y en alemán, por Miriam Goldschmidt.
Los días felices
Intérpretes: Amelia Ochandiano y Nacho Castro. Versión y dirección: Amelia Ochandiano. Escenografía: Gustavo Zuria. Vestuario: María Luisa Engel. Iluminación: Juan Gómez-Cornejo. Círculo de Bellas Artes. Madrid. Del 25 al 27 de noviembre.
Brook considera a esta mujer hundida hasta la cintura un ejemplo de símbolo puro y duro, y opina que el optimismo con que mira su desdicha no es virtud, sino ceguera. Se resigna con buen ánimo. Amelia Ochandiano, intérprete, directora y autora de la versión que se acaba de estrenar en Madrid, escribe que "cuando observamos a Winnie aferrarse a las cosas pequeñas, a sus recuerdos y su verborrea para no derrumbarse, nos observamos a nosotros mismos. Hace, al fin y al cabo, lo que todos: engañarse para sobrevivir".
Al comenzar la función, Winnie saluda el alba con un rezo, y se da ánimo. Todo va de cabeza, pero dice: "Éste va a ser un día muy feliz". Su marido no está mejor, ni lo intenta: repta y lee el periódico. Es el único ser vivo que tiene a mano. Le habla sin esperar respuesta. Si él no estuviera, hablaría sola.
Ochandiano mueve bastante su monólogo, está eléctrica a veces: le da un toque cómico. El montón de arena habitual se ha convertido aquí en gravilla, como la de las obras que asuelan Madrid. Ezio Frigerio, escenógrafo del montaje de Strehler, sumergió a Giulia Lazzarini en polvo de mármol: parecía nieve, teñida a veces de luz azul cobalto. Un gran espejo, al fondo, devolvía al público su propia imagen, y la de la espalda de la actriz, enterrada sin trampa.
Para Trino Trives, Winnie, en el segundo acto, enterrada ya hasta el cuello, es una de aquellas cabezas parlantes de las ferias de hace cien años. Sinisterra llevó su montaje con Rosa Novell a lo cotidiano: Winnie somos todos. Beckett estimaba mucho esta obra, de las últimas suyas de duración normal: luego abrevió y quitó teatro a su teatro. La montó en Berlín, y en el Royal Court londinense, con Billie Whitelaw, que bordeaba la locura por momentos. Giulia Lazzarini, en cambio, era elegante, como el montaje de Strehler.
El trabajo de Amelia Ochandiano y su Teatro de la Danza, bueno, bien pautado, no se redondea. En una obra tan extrema, estar sola en escena y dirigiendo es intentar el más difícil todavía.
Babelia
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