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Columna
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Fervor

"LA POESÍA invoca la vida, el valor / frente a la sombra que se agranda": este par de versos pertenecen a una estrofa del poema titulado 'Houston, a las seis de la tarde', del libro Deseo (Acantilado), de Adam Zagajewski (Lvov, 1945), uno de esos vates procedentes de la Europa del Este, a los que el forzado adiestramiento en el silencio y el dolor les han hecho sensibles a la belleza invisible, que es la que hoy despreciamos por tenerla justo delante de nuestras romas narices occidentales. Y es que estar dotado de astuto olfato te priva, a veces, de mirar la realidad, que no es sólo lo que tenemos ahora delante de nuestros ojos, sino el resultado de una lenta construcción que se remonta a la noche de los tiempos.

En un libro de ensayos, titulado En defensa del fervor (Acantilado), publicado en castellano casi simultáneamente con el anterior citado, Zagajewski se explaya sobre la cuestión de lo visto y lo no visto -"lo elevado y lo bajo"- a propósito de un cuadro de Chardin, Bodegón con ciruelas: "Aparentemente sólo tenemos ante nuestros ojos un vaso de cristal grueso, un esmalte reluciente, un plato y una botella panzuda. Pero hemos aprendido a amar las cosas individuales y concretas. ¿Por qué? Porque existen y porque son indiferentes, es decir, insobornables. En una época que no ha tenido reparos en utilizar la mentira (...), hemos aprendido a valorar las descripciones fieles y formales, los informes veraces". No es ésta, ni mucho menos, la única vez que, en prosa o en poesía, Zagajewski se vale de obras de arte como motivo de reflexión lírica o filosófica. En Deseo, sin ir más lejos, dedica tres poemas a los pintores Gabriela Münter, Seurat y Jósef Czapski, pero, además, hay otras muchas referencias anónimas a cuadros, cuyas imágenes utiliza. En cualquier caso, tras estas evocaciones artísticas, se esconde un denodado culto por la belleza, que, para él, es más que un restrictivo concepto canónico heredado: es una aspiración a elevarse por encima de lo cotidiano para ahondar mejor en su sentido.

Frente a moderna ironía, que todo lo corroe, Zagajewski defiende el fervor, término que etimológicamente procede del latino "fervere", que significa "hervir". Fervor tiene la misma raíz que "fiebre" y, no hay que decirlo, se asocia con calentamiento extremo, ebullición o, en suma, apasionamiento. Un poeta, así, pues, puede valerse circunstancialmente de la ironía, pero jamás será tal si no se deja poseer por el fervor. No hay obra de arte que se construya con la ironía, que, por naturaleza, es deconstructiva.

¿Puede resultar demasiado romántico eso de cocerse al fuego lento hasta llegar a hervir? Es posible; pero ¿quién será capaz de sobrevivir sin fijarse en la insobornable y única belleza material de una ciruela, en su callado mensaje acerca de otra dimensión que mantiene en vilo nuestra atención sobre lo real, nuestra vocación expectante? En otro de los ensayos incluidos, 'Contra la poesía', Zagajewski afirma que, quizás, en el fondo, la poesía es imposible, pero sólo, como a Simone Weil le gustaba decir, en la medida en que lo es la vida humana.

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