Rafael Humberto Moreno-Durán, el guerrero perdedor
R. H. Moreno-Durán, como se le conocía en los círculos literarios, bromeó durante mucho tiempo con su nombre. Afirmaba que este era Rey Herodes, porque detestaba a los niños. Pero hace 11 años, cuando nació Alejandro, su único hijo, suspendió el chiste. Muchos supieron entonces que se llamaba Rafael Humberto.
Había nacido en Colombia en 1946, pero afirmaba: "Nací y crecí como escritor en Catalunya" (lo escribía con ortografía catalana: uno de los pocos suramericanos que lo hacen). Allí vivió cerca de quince años, allí empezó a publicar su vasta y reconocida obra, y allí volvió cada vez que retornaba a España. La última fue en enero de este año, cuando recogió en San Sebastián un premio literario por su novela teatral Cuestión de hábitos. En esa ocasión le llevó a Alejandro un uniforme del Barça.
Moreno-Durán era un tipo entusiasta, animador, culto, divertido, buen amigo y espléndido contertulio. Fueron célebres su cinismo blanco y su humor negro, que se convirtió en escudo protector desde agosto del 2004.
Acababa de llegar de un largo viaje literario -pues era frecuente invitado a simposios, congresos, talleres y seminarios- y estaba estrenando un nuevo piso en Bogotá. Ordenaba su biblioteca cuando se desplomó. En el hospital, los médicos no tardaron en detectar un cáncer avanzado de esófago. A partir de ese momento asumió a fondo su doble condición de enfermo grave y de combatiente por la vida. Para evitar la piedad y los comentarios atribulados en voz baja, se volvió su propio rey de burlas.
-Déjenme pasar primero -pedía a los amigos-, porque los moribundos no podemos perder tiempo.
-Yo exijo doble porción de postre -reclamaba en la mesa común-, porque ustedes podrán repetir muchas veces más que yo.
A pesar de sus frecuentes alusiones a la muerte, llegó a pensar que sobreviviría gracias a los drásticos tratamientos químicos. En marzo pasado escribió en la revista colombiana SoHo una excelente pieza testimonial titulada "Cómo es sufrir de cáncer", donde relató su historia, sus sensaciones, sus reflexiones. Recordaba cómo había padecido muchos años antes de gota, hasta el punto de que ya lo definían como "escritor gótico flamígero". Contaba que los torrentes químicos que le inyectaban habían desarrollado en él "un olfato de perro", culpable de que reconociera, invadido por las náuseas, toda clase de comidas en 300 metros a la redonda.
No tardaron en aparecer metástasis en el hígado y los pulmones. R. H. siguió luchando, muy apoyado por su mujer, la periodista Mónica Sarmiento, y poco socorrido por los seguros de salud, que intentaron negarle el pago de las drogas más costosas. Fue la única vez que R. H. aplicó sus olvidados estudios de Derecho y ganó el pleito. La terapia lo condujo a clínicas especializadas donde encontró muchos enfermos en peores condiciones que él: niños, jóvenes madres, estudiantes... "Comprobé", escribió entonces, "que nada significaba mi enfermedad frente a lo que contemplaba a mi alrededor".
Aunque débil, seguía escribiendo ocho horas diarias, publicando y viajando. Hace un año asistió a la Feria de Guadalajara (México) para cumplir una cita con Gabriel García Márquez, quien, ya recuperándose de su propia experiencia con el cáncer, lo llamó a confortarlo cuando supo de su mal. En Jalisco se reunieron "para sacarle el cuerpo a La Pelona con tequilas y mariachis".
Odiaba a las monjas, la leche y las enfermeras, pero pasó sus últimos meses entre enfermeras guapas, bebiendo leche tibia y escribiendo una novela sobre la monja Juana Inés de la Cruz. El lunes murió en Bogotá. No alcanzó a ver publicada su última página, Carta a mi hijo, que saldrá póstumamente. Un personaje de su novela Mambrú afirma: "El destino del guerrero no es luchar para ganar. Al guerrero sólo debe importarle el combate". R. H., ese guerrero, fue fiel a esta filosofía hasta el final.
Daniel Samper Pizano es escritor colombiano
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