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Columna
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¿Una excepción?

FERNANDO DELGADO

Hace ahora treinta años, cuando unas largas colas ocupaban las calles de Madrid en días como éste para despedir al dictador, ejercía de arzobispo en estos predios un cardenal que, aunque murió en Valencia, jubilado, quiso ser enterrado en Madrid, en su antigua y modesta catedral, hoy colegiata de San Isidro. Que el cadáver de Vicente Enrique y Tarancón repose allí ha acabado por tener también un sentido simbólico; la Almudena responde a otro afán, es el escenario de otro tiempo, de otra Iglesia, la de Rouco, y por supuesto, de otra estética. Tarancón fue llamado "el cardenal del cambio", de aquel cambio; después de que se fuera él, los cambios han sido otros, a peor. Pero entre las preocupaciones de Tarancón no se hallaba la reconstrucción de la Almudena. Sus inquietudes estaban en otra línea y si es verdad que, como él mismo dijo, fue la Providencia de Dios la que lo colocó en un puesto clave de la Iglesia Española, en un momento tan decisivo como el de la Transición, hay que reconocer que por entonces la Providencia fue más sensible a la concordia entre los españoles que en este tiempo.

En todo caso, nadie parece que vaya ahora a poner rosas en la tumba del arzobispo. Ni los católicos de su cuerda ni sus amigos laicos, tan desagradecidos, cuidan del culto a los muertos, y la iglesia jerárquica actual, tan diferente a él, no trata de beatificar modelos como el suyo. Tampoco Tarancón ejerció nunca la soberbia del que se prepara para santo con aparente humildad, aunque tuviera raptos de otro tipo de soberbia o vanidad cardenalicias, y de haberla ejercido quizá habría necesitado entregarse a las formas melifluas de esos espíritus ambiguos que van por este mundo buscándose la inmortalidad del altar mientras conjuran, para lo cual también habría sido preciso que antes renunciara al tabaco que le trajo aquella voz de taberna y cazalla tan taranconiana. Hombre de pueblo, educado pero sin exhibición de refinamiento, parecía mundano por cercano y era, sin embargo, mucho más espiritual y austero que esos otros mitrados que ponen el ojo en el cielo, el corazón en la tierra y el lujoso Rolex en la muñeca. Era franco, radical, abierto, inteligente. Sus Confesiones (PPC), a veces tan mordaces, nos confirman que los tontos lo ponían tan nervioso como le indignaban los hipócritas. Y con unos y con otros tuvo que lidiar y lidió con tacto. A los que no trató de convencer fue a los que le gritaban "Tarancón al paredón" y expresaban con pintadas su deseo de exterminio. Y eso que seguramente ignoraban que el cardenal, como nos recuerda ahora Pedro Miguel Lamet en su magnífica biografía del padre Díez Alegría, Un jesuita sin papeles (Temas de Hoy), llegó a tener en su bolsillo redactada la excomunión de Franco en 1974. No era extraño así que no resultara el más indicado oficiante para las exequias del dictador y se reclamara para ello la oratoria pomposa del Primado de Toledo. Pero para lo que sí se le reclamó fue para las palabras de esperanza en la homilía de la misa de la proclamación del Rey en los Jerónimos. Asombró que en días como aquellos pidiera al monarca que fuera rey de todos los españoles, sin privilegios, ni distinciones, con mutuo respeto. Y con amor "a quienes piensen de manera distinta a la nuestra". También le pidió al Rey que reinara la verdad en España, que "la mentira no invada nunca nuestras instituciones" y que la mutua autonomía y libertad de la Iglesia y del Estado se respetaran. Proclamó, hay que ver, que la Iglesia no pedía ningún tipo de privilegio. Y le aclaró al nuevo monarca: "La Iglesia no patrocina ninguna forma ni ideología política, y si alguien utiliza su nombre para cubrir sus banderías, está usurpándolo manifiestamente".

Pero si de todo eso, que parece mentira, hace ya 30 años, de lo que hace menos, 23, es de la primera llegada a Madrid de Karol Wojtyla. Cuenta Lamet que vino preocupado por la "Constitución atea" que se acababa de aprobar y que las relaciones entre él y Tarancón fueron tensas. Wojtyla, añade Lamet, soñaba con un puente para la reconquista espiritual de Europa y la iglesia taranconista había propiciado aquí lo contrario: la independencia Iglesia-Estado. Eso lo explica todo. Ahora, el nombre de Tarancón yace entre el polvo de la vieja colegiata y una estatua de Wojtyla desde la Almudena, en la antesala del Palacio Real, bendice a la Iglesia española que se manifiesta en las calles. Tarancón, el arzobispo que parecía iglesia del futuro, era sólo una excepción. Le ganó la partida una Iglesia que sólo se explica volviendo a su pasado.

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