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Columna
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La estación de las lluvias

Noviembre. Brillan los planetas diáfanos y cercanos, redondos y místicos. Brillan las manzanas y los membrillos en los puestos del mercado, como relojes parados y de color dorado. Se perfecciona el arte de la duda entre tanta belleza desparramada por los mostradores, el arte de alargar los dedos y sentir un paisaje imaginario, el olor de las rosas invisibles y salvajes, el calor del fuego que nunca se apaga, la sensación de orfandad en la estación de las lluvias. Volvemos de la lluvia como vuelven los barcos de una tormenta que no les dio sosiego; volvemos de la lluvia como jinetes alados montando sobre un huracán de cenizas; volvemos de la lluvia, como vuelven el agua y el mar, sobre sus pasos, hacia la montaña roja de hierro y sangre. Volvemos de la lluvia como de una siesta; volvemos de la lluvia y vamos al aire como algodón, como pluma, como brizna.

Fue un noviembre de hace treinta años cuando un adolescente de diecisiete años asesinó a Pier Paolo Pasolini

Volvemos. Volver es olvidarse de las ramas largas y delgadas como violines que tocan música verde, música de hierba, música musgosa; volver es reintegrarse a la vida, al exilio diario entre el lecho y el lugar de trabajo, al ruido de la ciudad, al traqueteo de los trenes, a la lentitud de los autobuses, a la pereza casi eterna de unos píes que hace tiempo que dejaron de obedecer, y van cada cual a su aire y a su fatiga, según qué les dicte su conciencia. Volver es enfrentarse al tiempo, contemplarlo con ojos despiertos y disparatados, bañarse junto a él en un río de fresas y azafrán. Volver es conocerse.

Conocemos los datos. Fue un noviembre de hace treinta años cuando un adolescente de diecisiete años asesinó a Pier Paolo Pasolini. El lugar sigue siendo Ostia, famoso puerto, y puerta de Roma. Escribió las siguientes palabras en un poema: "Para ser poetas, hay que tener mucho tiempo: horas y horas de soledad son el único modo para que se forme algo, que es fuerza, abandono, vicio, libertad, para dar estilo al caos. Yo, ahora, tengo poco tiempo: por culpa de la muerte que se me viene encima".

Para ser poeta hay que tener el tiempo cogido de la muñeca, como a un niño, que tuviese miedo a extraviarse en la inmensidad de la ciudad. Para ser poeta hay que caminar por la calle, como si la mañana se hubiera abierto de pétalo en pétalo, solo para nosotros; hay que escuchar las canciones de la calle y dejarse llevar por el frenesí de la estación; hay que llover y lloverse, mojar y mojarse, en causas propias y ajenas. Caer desde el centro y moverse hacia la periferia de uno mismo.

Caemos inmensamente, incesantemente, infinitamente. Pensaba Pasolini que escandalizar es un derecho y ser escandalizado un placer y que quien rechaza ser escandalizado es un moralista, un savinarola de alquiler. Sin embargo, una vez que se tropieza en la piedra del escándalo y se cae, más difícil resulta levantarse, aunque sea para mirar el horizonte desde una posición contemplativa. Vivió con el escándalo, para y por el escándalo; perdió amigos y salud, pero el escándalo lo llevaba como la serpiente su presa. Siguió a los cometas del cielo, como aquel rey napolitano, Eduardo de Filippo, que buscaba en el cielo las señales que la tierra había dejado de enviarle. Siguió al fuego y se quemó.

Nunca buscó el éxito, aunque lo consiguió. Pensaba que el éxito es la otra cara de la persecución. Puede hacer vibrar en un primer momento, puede producir satisfacciones; pero una vez que se obtiene se sabe que es algo feo y perverso para el hombre. Pudo haber saboreado las mieles del poder, durante los diez años triunfales en los que le alabaron, y le agasajaron. Pudo haber sido una persona influyente, pero le gustaba vivir en los márgenes de la sociedad, en el extrarradio, donde se rompe el eslabón más débil de la sociedad. Pudo haber escrito más, pero en un momento determinado dejó de interesarle la literatura. Pudo haberse callado, pero el silencio, ese silencio en un momento comenzó a parecerle un síntoma de incompetencia, de bellaquería, o de odio, hacia los que son distintos, judíos, negros, homosexuales... Pudo haberse retirado antes, de todo trabajo y de toda tentación, pero el no trabajar le producía tristeza. Pudo haber gozado con la compañía de cientos y miles de personas, pero los actos sociales le aburrían. Pudo haberse muerto antes, pero no lo consiguió. El Destino, el gran personaje de la película Las mil y una noches, iba desbaratando sus planes, con la misma celeridad con la que surgían, igual que va distorsionando la realidad de las horas, días y años, llevándola, no hacia el terreno mágico, sino hacia la irrealidad de la vida, hacia la visión clarificadora y reveladora, hacia la forma más primaria de religiosidad, hacia la creencia de que hay en algo oculto en nuestros actos, algo absoluto e irremediable. Pudo haber seguido filmando películas como El Decamerón, Los cuentos de Canterbury, Las mil y una noches, lo que llamó "la trilogía de la vida", pero abjuró públicamente de ellas, porque acabó odiando la sexualidad, como si fuese un crimen. La sexualidad es lucha, crueldad, canibalismo, símbolos ancestrales que señalan el animal que fuimos. No era un hombre cruel.

Prefería la rosa, porque la rosa, según Elsa Morente, es la forma de felicidad. Y feliz es la angustia en forma de rosa, y alegre es la tristeza en forma de rosa, y cercana es la lejanía de la rosa, y dulce es la amargura en forma de rosa, y complicada la sencillez de la rosa. Como complicada fue la existencia de Pasolini, complicada y excesiva. Amaba a las personas sencillas, las que no habían recibido educación. Amaba a los seres alegres y un poco irresponsables. Amaba la vida en su vertiente más irracional.

Noviembre. Mes de los muertos, mes de la muerte violenta y excesiva de Pasolini. Hubo otros muertos, también en noviembre. Hubo un pasado lento y obstinado, hay un presente húmedo y lluvioso, un viento que persiste en su furia, en su música ligera, en su deseo de llenarnos los ojos de arena.

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