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Columna
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Sin ira

Un día empuja a otro día -escribió Horacio en sus Odas- y las lunas nuevas se apresuran a morir. Fue ayer cuando sonó el desagradable timbre del despertador que llama al trabajo, sintonizamos la emisora que nos era familiar, y no nos sorprendieron los compases de música clásica. Apartamos el visillo de la ventana, y la bandera a media asta en la castellonense plaza de María Agustina confirmaba la noticia que se presagiaba desde semanas antes, o meses antes, o años antes: habían agonizado los tiempos de la división entre santificados buenos y endemoniados malos, vencedores y vencidos de una incívica guerra civil como lo son todas las contiendas armadas. Terminaron los silencios y los eufemismos, y se intentó, como se sigue intentando, llamar a cada cosa por su nombre, pues no en vano es la libertad de expresión la primera de todas las libertades. Pero de eso hace poco y hace mucho tiempo. Para quienes nacieron por entonces o algo después, las fechas y los aniversarios les quedan distantes, como nos quedaban distantes a los niños de la posguerra la Restauración monárquica de Cánovas, los globos dirigibles de la guerra del 14, o el ataque de los insurgentes a los soldados de leva españoles en el Rif. Las lunas se precipitan unas tras otras, y quienes nacieron por entonces o después tendrán que estudiar, interpretar y tener memoria de cuanto sucedió hace tres o cuatro décadas, como los jóvenes y adultos de por esa época supimos de guerras coloniales y dictaduras de Primos de Rivera. Ni revancha o vuelta a los viejos odios, ni olvido: esa es la primera reflexión en aniversarios que casi siempre pasan desapercibidos, porque el tiempo es fugaz, y a unos pueden parecerles el Paleolítico inferior y a otros que fue ayer. Un ayer en una pacífica, laboriosa ciudad media valenciana de ambiente social plomizo, que sabía adaptarse a los tiempos reprimidos y represores, como prepararse para recibir la brisa de la libertad y la democracia sin más aspavientos de los necesarios, y éstos con extremada moderación. De un ayer, cuyo silencio nocturno apenas lo rompía la bicicleta del labrador que acudía a su turno de riego, a un hoy con muchos más miles de habitantes y una considerable población emigrante semejante a la de Berlín; un hoy con marchas nocturnas y un índice de coches por habitante de los más altos de Europa. Los días se empujan. Y quienes ayer preparaban biberones, peinan hoy canas o vigilan el juego de sus nietos en los escasos espacios verdes y tranquilos de su ciudad. Esperaban éstos entonces que los tiempos cambiaran tal y como difundía aquel melenudo americano desde los años sesenta, y cambiaron y llegaron las libertades de que ya disfrutaban el resto de naciones y pueblos europeos de más acá del ominoso telón comunista, que también acabó por caer. Y las libertades y la democracia originaron ilusión y contento, hasta que a los muy pocos años llegó el ahora olvidado desencanto. La democracia y las libertades no habían acabado con nuestros males endémicos: desatinado urbanismo, corrupción y especulación, instrucción pública que no mejoraba la anterior, puntual caciquismo provincianista con aires de modernidad y progreso, y otros pecados capitales de los que supieron y saben cuanto ciudadano se preocupa por su entorno. Y del desencanto se pasó a un ánimo indiferente, sólo alterado cuando gravísimos sucesos como el de Atocha alteraban las conciencias. Creyeron, los desencantados e indiferentes, que libertades y democracia eran conceptos estáticos, cuando son conceptos dinámicos que se han de lograr y alcanzar cada día, con o sin aniversarios.

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