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Columna
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Bergman sigue allí

Los curas se lanzan a la calle, no a quemar coches, que la Iglesia siempre ha tenido mucho respeto por la propiedad privada, sobre todo por la suya, tampoco para quemar almas, por una vez, si no para ver cómo va lo suyo. En este país nuestro, las causas más grandes y más nobles, siempre enmascaran una verdad única, que se resume perfectamente con esa frase tan nuestra: ¿cómo va lo mío?

En fin, retiradas las pancartas y la indignación, guardados los restos de tortilla y fletados los autobuses de vuelta a los asilos, lo cierto es que seguimos sin noticias de Dios, que decía el maestro Díaz Yanes. Si lo llamo así, por cierto, es porque tengo el honor de ser su alumno, y la suerte de ser su amigo.

Y hablando de buen cine, nada mejor, en ausencia de Dios, que recibir en nuestras calles, en nuestros cines, al maestro de todos nosotros, al tristísimo genio sueco, al gran Ingmar Bergman, con la que es, según él mismo, aunque nos negamos a aceptarlo, su última película.

Nadie ha creído en el cine, y por tanto en la vida, como Bergman, de ahí que la perspectiva de vivir en ausencia de Bergman, me pese casi más que la de vivir en ausencia de Dios, porque a esta ausencia, y a los márgenes de dolor y libertad que esta ausencia delimita, ya me había acostumbrado, precisamente, gracias a Bergman. Hablaba Godard del romanticismo de un cineasta, que era capaz de hacerse preguntas y de tratar de responderlas, con una cámara en las manos.

Una tarea nada sencilla, pero en absoluto presuntuosa, al fin y al cabo, no somos más que monos que un buen día se preguntaron cómo sería eso de andar erguidos. El propio Bergman, citaba la curiosidad, como principal motor y casi como razón única de su trabajo. Bendita curiosidad, entonces, porque lo poco que he llegado a entender acerca de este mundo y de nuestra incómoda posición en él, lo he descubierto, a menudo, a través de sus imágenes, aquellas que, también en sus propias palabras, no eran el reflejo de sus ideas, si no sus ideas mismas, dolorosamente hermosas, y mucho me temo, dolorosamente precisas.

Desde la adolescencia de Un verano con Mónica hasta la reposada sabiduría de Fanny y Alexander, pasando por la revolucionaria clarividencia de Persona, por citar tan sólo tres gloriosos ejemplos, Bergman, ha construido en soledad, los cimientos y el tejado, el principio y puede que incluso el final del bien llamado, al menos en su caso, séptimo arte. Sus imágenes, sus ideas, han ido traspasando y creando al tiempo, los límites del cine, hasta tal punto que, a partir de Bergman, cuesta pensar en un cine que no nazca, al menos en gran parte, de la fertilidad de su trabajo.

Como el asesino de La vida de las marionetas, estamos condenados a mirar lo que ya ha sido, sin nosotros y a pesar nuestro, a profanar la tumba del cine y a conformarnos con los gusanos. Sí, a mí también me sorprende lo tétrico de esta imagen, pero es que te pones a escribir de Bergman y sin darte ni cuenta, te pones enorme y denso y oscuro y hasta un poco pedante. Por todo lo cual, pido perdón, y les recuerdo que quien se pone enorme, denso, oscuro y pedante, soy yo, no Bergman.

Y ahora volvamos con lo que estábamos.

Resulta difícil aceptar, al entrar a ver Sarabanda, que éste será el último Bergman, pero si así fuera, nos quedaría siempre el consuelo de volver a empezar, de recuperar su obra desde el primer centímetro de celuloide hasta el último, de recorrer de nuevo todo el camino hasta llegar de nuevo al lugar y al tiempo en el que nos encontramos. Volver la vista a esa piel de serpiente que se enrolla buscando su cola, que se agita rellena de hormigas. Así describía Bergman, en 1965, el arte y la vida, como la piel de una serpiente muerta tiempo atrás, desprovista ya de veneno o poder, que se agita y finalmente se mueve, gracias al insignificante, pero heroico esfuerzo, de las hormigas que se esconden en su interior.

En ausencia de Dios, no hay mucho más que hacer.

Bergman lo sabe, y por eso sigue aquí, aunque ya se haya ido.

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