En Hamburgo, tras los pasos de Hummel
Ruta por la ciudad de la mano de uno de sus personajes tradicionales más queridos
Los hamburgueses de toda la vida, cuando se encuentran en cualquier lugar del mundo, suelen saludarse diciendo "Hummel, Hummel". Al principio yo creía que era una variante local del hallo alemán. En realidad se trata del apodo de un personaje. Hans Hummel fue un proveedor de agua potable muy popular en el Hamburgo de 1800 por su mal genio. Iba por todos lados portando dos grandes cubos colgados de una pértiga de madera. Los niños le asediaban llamándole "¡Hummel, Hummel!" y él intentaba perseguirlos, pero como siempre iba muy cargado sólo podía desquitarse mostrándoles el culo mientras les gritaba "mors, mors".
¿Cómo una anécdota de aldea ha podido sobrevivir en tanto Hamburgo se convertía en una de las urbes más cosmopolitas de Europa?, me preguntaba. Algunas zonas céntricas se ven invadidas de monigotes de plástico con sombrero de copa decorados a cual más kitsch portando dos cubos. Importantes firmas locales patrocinan esos monigotes. El puente del Binnenalster, la laguna interior que forma el río Alster en su camino hacia el poderoso Elba, está flanqueado por 11 Hummels de tamaño natural. La gente se fotografía con ellos, como si fueran las estatuas barrocas que vemos en los puentes de Praga o Dresde. En Hamburgo hay pocas estatuas barrocas; en Hamburgo hay personas que van y vienen y que están contentas de encontrar a alguien con los pies en el suelo, alguien como Hummel. Lo comprendí sentado en un café del Jungfernstieg, mirando durante varias horas los cambios de tono del agua en el Binnenalster y el paso incansable de la gente.
La antaño poderosa aglutinadora de la Hansa y hoy segunda ciudad de Alemania, un auténtico estado con instituciones propias, no es monumental ni acoge al visitante con el narcisismo histérico de una gran urbe. A pesar de las altas torres que crean su perfil, a pesar de su puerto grandioso y de su boyante economía, a pesar de ocupar un espacio dos veces más grande que Londres, Hamburgo conserva la atmósfera íntima, familiar, de los tiempos de Hummel. Su gran monumento es el agua, la magnífica mar interior del Aussenalster. De ahí que un repartidor de agua sea el símbolo de Hamburgo. Una ciudad en la que toda la riqueza viene del líquido elemento y fluye corriente abajo, hacia el mar del Norte. Una ciudad en la que el trabajo duro, la cultura y la diversión han desplazado siempre al desvarío religioso de otros lugares. Pocas urbes de Europa tienen tantos teatros y cabarets, ni tantos sex shops; ni enormes almacenes de otras mercancías, como té y seda, ni velas desplegadas navegando en el mismo centro, a un tiro de piedra de las redacciones de prestigiosos periódicos y revistas, de las oficinas de grandes firmas, de hoteles y bellas fachadas burguesas.
Uno tiene la impresión de que es fácil llegar a cualquier lugar en Hamburgo. Mi hotel estaba a dos pasos de la Hauptbanhof. Desde ahí fui a explorar los alrededores. Me senté a ojear los periódicos en la Zentralbibliotek, escribí unas líneas en mi Moleskine. Después encaminé mi vagabundeo hacia los gentiles muelles del Aussenaslter. El Alster es un afluente modesto, pero por un capricho de la naturaleza se ensancha convirtiéndose en un gran lago antes de verter sus aguas en el río Elba. La vista desde el Schwanenwik encandila a quien ama el mar, los barcos, las velas, el viento, y todo ello limitado por un horizonte urbano en el que despuntan siete agujas, la más alta la de la iglesia de San Miguel. Y esa vista no es parecida a la de ninguna otra ciudad, no tiene la melancolía brillante del Sena ni la grisura acaramelada del Támesis. Las aguas del Aussenalster se agitan azules, rizadas; el paseo discurre entre los árboles y la vegetación acuática de los márgenes, como si en lugar de en el centro de Hamburgo uno se encontrase en el campo, a orillas de un lago.
El puente de Kennedy marca la frontera entre los dos embalses del Alster. Sigo caminando por el Neur Jungfernstieg y me adentro en una preciosa calle de pórticos, Colonnaden. En el número 10 hay un viejo estanco, Pfeifen Tesch, que muestra en sus escaparates una increíble variedad de pipas, puros y demás artículos para fumadores. El interior es recogido, delicioso. El olor a madera pulimentada y a un sinfín de aromas de tabaco provoca nostalgia. Ahora desangelado, ese estanco debía ser años atrás el punto de encuentro de tanta gente desocupada y conversadora. Pienso en Paul Auster y en las novelas y relatos que empiezan en un lugar parecido a éste. Pienso en los personajes hanseáticos de Thomas Mann, que nació un poco más al norte, en Lübeck. Entonces busco mi pluma para tomar nota del lugar y no la encuentro. Inquieto, continúo en dirección al parque Planten un Blomen sin revisar los fondos de mis bolsillos. Lo hago a conciencia sentado en una cómoda tumbona blanca en un rincón apacible del parque. En efecto, me digo, j'ai perdu ma plume. Recorro en mi mente el camino inverso de la mañana, y me doy cuenta de que la última vez que usé la Montblanch fue en la Kunsthalle. Pienso que tal vez se me cayó después en la calle y fue recogida por uno de esos vagabundos que el Ayuntamiento de Hamburgo intenta dispersar a base de música clásica, como si fueran palomas infecciosas, de las galerías de la Hauptbanhof. Se han acostumbrado, parecen directores de orquesta artríticos, o fracasados.
El caso es que la quietud hanseática de Planten un Blomen hizo brotar un pensamiento positivo en medio del infortunio de perder un objeto querido: quise verlo no como una pérdida, sino como una entrega. Quizá otra persona haría mejor uso que yo del inesperado regalo. Entré en el invernadero del parque y salí de mejor humor. En Planten un Blomen había antes de la guerra un zoo. Varias bombas inglesas cayeron sobre él y el día después los supervivientes vieron surgir entre las ruinas elefantes irritados, panteras desorientadas, cebras que no sabían hacia dónde galopar.
La avenida Reeperbahn
Yo sí sabía qué hacer por la noche: ir a la Reeperbahn. Unos quince años antes esa gran avenida del bario de St. Pauli era un enorme barrio chino que la gente respetable evitaba excepto cuando quería correrse una juega o realizar un estudio sociológico sobre el sexo. Hoy puede ser un lugar peligroso donde la navaja brilla y la sangre se vierte, y donde el sibarita erótico encontrará todo lo que busca y aún más. Pero lo que impresiona es ante todo su enormidad. La Reeperbahn es tan grande que los marineros de otro tiempo no conocían otro barrio de Hamburgo. La noche de sábado todo el mundo estaba allí. Bares y restaurantes abarrotados, un sinfín de pequeños teatros y una multitud patrullando las calles en medio de mujeres que esperaban con indiferencia. Tras algunas vueltas y un par de cervezas, decidí regresar a la civilización. Resultó que esa noche era la noche del teatro y que por eso todas las salas de la ciudad abrían en sesiones continuas hasta la madrugada. Entré en el Deutsches Schauspielhaus, el teatro más famoso de Alemania, donde Lessing, el primero que introdujo la vida cotidiana de la burguesía en el teatro, estrenaba sus obras, y en medio de la confusión de la medianoche, me colé por las escaleras que conducían a los palcos. Dos pianos a cuatro manos y siete hombres vestidos de negro que cantaban por turnos todas las arias, sin distinción de sexo, de Così fan tutte. Agradecido de una ciudad que puede entregar tanto en un solo día, y a la que yo había entregado mi pluma, me fui a dormir.
En el Fishmarkt
El día siguiente, domingo, el despertador sonó a las seis y media. Recordé enseguida qué se esperaba de mí, seguía en Hamburgo. El Fischmarkt llevaba varias horas abierto y me iba a perder lo mejor. Salí a escape del hotel. Pensaba encontrarme con un espectáculo grandioso y sangriento como en Tokio y lo que encontré fue la misma multitud de la Reeperbahn que había decidido no dormir. Sabia decisión porque parecían más frescos que yo. Los pescaderos cantaban en su escenario pasajes de la ópera portuaria. Cogían con desparpajo anguilas, percas, rodaballos y peces de nombre escurridizo y los arrojaban a un gran papel encerado, para después subastarlos al mejor postor. Uno se podía ir a casa con un puñado de respetables ejemplares a precio de ganga. Chocolateros holandeses hacían otro tanto, salpicando sus parlamentos de chistes que la gente celebraba con risas.
El aroma de los ahumados levantaba el ánimo. Las frituras de calamares y de gambas daban ganas de desayunar, lo que hice con sendos brotchens de gambas y de la deliciosa hembra del arenque. En la galería cerrada, un grupo de rock atacaba piezas ruidosas y los jóvenes bebían cervezas en torno a las ocho de la mañana. El Fischmarkt cierra a las nueve y media, así que hay que apresurarse. Carpe diem.
En la Kuntshalle, por la tarde, volví a encontrarme otra multitud, esta vez amante del arte. El pez dorado de Paul Klee es la estrella, la Gioconda del museo, pero toda la gente estaba en la exposición Seestüke, dedicada a la pintura de marinas, y que acababa ese día. Había varios cuadros de Caspar David Friedrich que jamás había visto, muy hermosos y románticos, sobre todo el de la pareja que navega hacia el horizonte y hace moverse al espectador con el movimiento del velero; pero donde esté Emil Nolde y sus colores del mar en otoño...
Como en otros museos, me gusta admirar a los tipos que admiran la exposición. Buscaba a Hummel. No estaba allí, y eso que había mucha gente, verdaderas obras de arte deambulando entre las escenas de mar, naufragios, doradas playas invernales. Gloriosos perfiles con fondo de marinas.
A Hummel lo encontré al salir, cuando atravesaba la Hauptbanhof, un microcosmos fascinante viviendo en armonía clásica. Sentado en el suelo con un osito de peluche en brazos, se disponía a escoger un after eight de su caja verde inglés. Había perdido el sombrero de copa y los cubos de agua, y ante todo el mal genio que la leyenda le atribuye. El tipo mostraba una ternura indescriptible con el osito. Le hablaba al oído, le ofrecía un poco de chocolate, le besaba. Me pregunté si sería una performance; pero no, era real, amaba a su peluche. Ojalá fuera él quien había encontrado mi pluma, pensé. "Hummel, Hummel", mumuré al pasar a su lado. Y entonces el hombre, de repente malhumorado por tal intromisión en su intimidad, replicó rápido: "mors, mors".
José Luis de Juan es autor de Campos de Flandes (Alba, 2004)
GUÍA PRÁCTICA
Cómo llegar- Air Berlin (www.airberlin.com) ofrece vuelos a Hamburgo desde Barcelona por 114 euros, ida y vuelta, tasas incluidas. Desde Madrid, 216 euros, ida y vuelta, tasas incluidas.- Lufthansa (www.lufthansa.com) ofrece vuelos a Hamburgo desde 212 euros, ida y vuelta, tasas incluidas.- KLM (www.klm.com) ofrece vuelos de Madrid a Hamburgo, vía Amsterdam, desde 251 euros, ida y vuelta, tasas incluidas.Información- Oficina de turismo de Hamburgo (00 49 (0) 40-300 51-300). En Steinstrasse, 7.- Información turística de Hamburgo en español: www.internationales.hamburg.de/hamburg-tourismus/spanisch/ y www.international.hamburg.de/.- Oficina alemana de turismo en España (914 29 35 51; www.alemania-turismo.com. infoalemania@d-z-t.com). Calle de San Agustín, 2, 1° derecha, puerta centro. Madrid.
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