El final de un modelo
Muchas son las cosas que parecen dar la razón a quienes sostienen que la política ya no es lo que era. Entre ellas, las más provocadoras, las que más reclaman pensar la política y hacerla de otra manera, suelen figurar las asignaturas que se creían aprobadas y que reaparecen desafiando nuestra cómoda normalidad. Nada hay que cause más perplejidad que la persistencia de las cuestiones que se refieren a la identidad y que aparecen vinculadas con nuevas exigencias de reconocimiento y equidad. Al irritado por esta reaparición, a quien desearía que la agenda política fuera otra distinta, le vendría bien saber que las cosas han sido siempre así y que no hay motivos para pensar que algún día dejaremos definitivamente de discutir sobre asuntos como quiénes somos nosotros, quiénes y cómo decidimos, a quién hemos dejado fuera, o si es aún válida la idea de igualdad con la que funcionamos. De esto se trataba, a lo largo de los siglos XIX y XX, en la lucha contra la discriminación racial, en el combate por los derechos sociales o cuando surgieron las exigencias de igualdad de género en una sociedad que no percibía esas exclusiones, en la que se creía, por la ceguera de la costumbre o por interés en mantener la dominación, que todos votaban o tenían las mismas oportunidades. Cada uno de estos descubrimientos, ya fueran el resultado de pacíficos debates o de costosas conquistas, derribaba otros modelos de identidad, decisión e integración social, y los reformulaba de acuerdo con una idea de igualdad más compleja y equilibrada.
Pensemos ahora en dos debates actuales muy diversos pero similares en cuanto a la exigencia de reformular las condiciones de la construcción social. Muchos considerarán que el debate territorial estaba cerrado en España, como creían los franceses que la neutralidad republicana aseguraba la integración de los emigrantes. Tampoco es nuevo este desconcierto; todavía hay quien juzga actualmente superflua la paridad de género o la extensión de derechos, del mismo modo que los liberales del XIX consideraron innecesaria la formulación expresa de derechos sociales. Las nuevas demandas de autogobierno y los problemas planteados por la inmigración son asuntos que, con toda su heterogeneidad, vuelven a formular aquella vieja pregunta acerca de si somos todos los que estamos. Son cuestiones que podemos resolver bien o mal, pero que hay que saber identificar correctamente como expresión de una crisis que afecta a los procedimientos de integración propios del Estado nacional clásico y ponen en cuestión el modo como se ha venido entendiendo hasta ahora el vínculo social. Responden al agotamiento de un modelo de integración que se configuró de acuerdo con los principios de neutralidad, homogeneidad e igualdad abstracta. Y nos exigen reabrir el dossier del pluralismo cultural y político.
Lo que se ha acabado es el proyecto de igualar las condiciones poniendo sistemáticamente entre paréntesis todo tipo de diferencias. La tradicional distinción entre lo público y lo privado pretendía configurar un espacio público que funciona por renuncia de los individuos a su identidad, mediante la abstracción pública de la identidad. Era éste un modelo basado en el prejuicio de pensar que para constituir al otro como igual debíamos necesariamente hacer tabla rasa de lo que nos distingue de aquel que consideramos como semejante. Ese procedimiento de supresión de las diferencias ha sido indudablemente un factor de progreso en la ruptura con la sociedad del antiguo régimen, estructurada a base de ordenamientos de jerarquía y privilegios. Hay un momento de abstracción de las diferencias que resulta indispensable para pensarnos como semejantes, por encima y al margen de todo contexto. Pero el problema es saber si este procedimiento está en condiciones de gestionar el pluralismo de las sociedades contemporáneas. En mi opinión, este modelo tiene que ser completado o transformado para hacer frente a los desafíos que, en materia de integración social y política, de reconocimiento y articulación de los equilibrios territoriales, plantea el nuevo pluralismo. El gran desafío del mundo actual consiste en cómo articular la convivencia en sociedades profundamente plurales, evitando a la vez el modelo comunitarista y el modelo de la privatización de las identidades.
Que la idea de igualdad abstracta no da más de sí es algo que se percibe en su escasa capacidad de integración, cada vez más patente. La adhesión a principios jurídicos y políticos no basta para asegurar la cohesión del vínculo social y crear las condiciones de una pertenencia común o de una ciudadanía compartida. La experiencia histórica nos enseña tercamente que cuando la construcción del Estado se lleva a cabo pensando que para avanzar hacia lo común es necesario situarse radicalmente más allá de las diferencias, el resultado es que las diferencias son expulsadas de la esfera pública y lo propio se afirma frente a lo común. Tarde o temprano, la negación pública de aquello que nos diferencia termina siendo percibida como una forma de exclusión, especialmente por aquellos que sienten como una desigualdad el lugar que se les adjudica en la circulación de las oportunidades sociales o en el reparto del poder.
Las demandas de equidad han dado últimamente un giro imprevisto y nos exigen una nueva formulación de la igualdad que podría sintetizarse así: hay que volver a valorar las diferencias para avanzar en la lógica de la igualdad. La misma dinámica de la democratización que exige radicalizar la igualdad es la que nos conduce a entender la identidad como política y culturalmente diferenciada. No podemos poner entre paréntesis las diferencias reales si queremos reconocerlas en pie de igualdad, por ejemplo, entre hombres y mujeres o entre miembros de grupos culturales que afirman sus identidades respectivas o entre comunidades con distintas aspiraciones de autogobierno. Son diferencias que han de ser reconocidas en igualdad, ciertamente, pero en tanto que diferencias. Los emigrantes, las mujeres, las diversas minorías, las comunidades que reclaman un mayor autogobierno no demandan privilegios, sino que el Estado mantenga efectivamente sus promesas de neutralidad. Dicho de otra manera, en una analogía propuesta por Michael Walzer: que se separe de la nacionalidad, del mismo modo que consiguió separarse de la religión, tras los conflic
tos interreligiosos que marca-ron el comienzo de la modernidad, y corrija así los perjuicios causados por el privilegio concedido a una identidad que se suponía homogénea. Por eso me parece que hay una coherencia de fondo cuando se impulsa al mismo tiempo la extensión de derechos sociales, la paridad de género, el reconocimiento de los derechos de las minorías y la profundización en el pluralismo político que se apunta en el proyecto de la España plural.
Estamos ante una transformación de la política exigida por la profundización en el pluralismo social. En el mundo contemporáneo se ha producido un gran desplazamiento que es preciso tomar en cuenta para configurar realidades tan valiosas como el mundo común, lo público o la laicidad con el fin de integrar en ellas las diferencias y no simplemente neutralizarlas; no se trata de erradicarlas, sino de reconocerlas bajo un régimen de igualdad. Nuestro mayor desafío consiste en integrar al individuo no ya por la privatización de sus pertenencias, sino por el reconocimiento público de su identidad diferenciada, tanto desde el punto de vista del género, como desde su dimensión cultural o su identificación con una determinada comunidad política.
Éste es el gran dilema al que nos enfrentamos, la cuestión que mayores esfuerzos de imaginación y creatividad política nos va a exigir en los años venideros: avanzar en la extensión de los derechos completando el paso del universalismo abstracto de los derechos políticos al universalismo concreto de los derechos sociales y culturales. Quien se sienta desbordado por la tarea puede, si le consuela, echar la culpa de tan incómoda agenda a los emigrantes, a las mujeres o a Maragall, y puede recitar el formulario tradicional de la soberanía, que los problemas le seguirán aguardando con toda su complejidad.
Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza, es ganador del Premio Espasa de Ensayo por su obra La sociedad invisible.
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