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Columna
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Marginación más indiferencia, violencia

No es muy reconfortante que los demás logren que te sientas como una mierda. Y puede llegar un momento en que se esté tan harto que se decida: o tú o yo. Es lo que está ocurriendo en Francia estos días, independientemente de todas las manipulaciones de fondo que se quieran. De todos modos, sin llegar a enfurecer a nadie de esa manera, es una práctica común en casi todas las facetas de la vida. De hecho, existe todo un arte para bajarle los humos al otro que puede llegar muy lejos, tanto como sea de profunda la cueva tenebrosa, llamada crueldad, de cada cual. La crueldad en sus distintos grados es algo así como la pandemia aviar, que no sabemos cuándo llegará a nuestras vidas, pero que llegará, y luego no digan que nadie avisó. Boicotear actos, insultar, salir a traición en el camino del desprevenido en plan pistolero, humillar al contrario para reafirmarse y sentirse fuerte. Es un libro que alguien debería escribir. Se podría llamar Cómo meter los dedos en los ojos del prójimo y caer en estado de felicidad. Con un manual de contraayuda como éste, sobrarían muchos de autoayuda. Se darían pautas para aniquilar la confianza en sí mismo del compañero de trabajo, del profesor, del alumno listillo, del escritor.

Los escritores, en este sentido, somos blanco fácil, tenemos la rara capacidad de hacer saltar en algunas cabezas un clic raro que provoca las más pintorescas e incómodas, cuando no hirientes, situaciones. Con la ventaja de que luego nos vamos a casa y si no somos muy paranoicos, a otra cosa. Peor lo tienen los que deben lidiar día tras día y hora tras hora con algún atravesado, con un jefe maniático o un colega perverso. Y decir esto es simplificar demasiado. Ya nadie sabe lo que hay detrás de la franqueza, ni de una cara amistosa. ¿Es que acaso no confío en el ser humano? Cómo no voy a confiar en un ser que se dedica a afinar su egoísmo como un Stradivarius. Y si un día, de estos tontos que se tienen, te da por pensar en el prójimo, abres una revista y enseguida te encuentras con el gran lema de "Quiérete a ti mismo porque si no te quieres, los demás tampoco te querrán". Quererse a uno mismo es lo más aburrido del mundo, hasta que, claro, de tanto insistir se le encuentra el gustillo.

Pero digamos que éstas son crueldades conscientes, casi señoritingas, de las que uno puede defenderse porque les ve la cara. Hay otra sorda, soterrada, aceptada, arraigada, la que legitima a Sarkozy para llamar a la gente "gentuza", que es la que de verdad enlaza con el principio de estas líneas. La que consigue que alguien se sienta inferior, de segunda clase, mirado por encima del hombro. Uno de los desperdicios que el mar arroja a las orillas de la ciudad. Hasta que en un determinado momento piensa. Yo he tenido tanta suerte de nacer como ése. Tengo mi propio ADN, como él. Poseo mis buenos millones de neuronas, piel, ojos, pelo, sentimientos a porrillo y sensaciones de todo tipo. Existo y respiro como él y soy tan importante como él, y no me da la gana de quedarme atrás. Estos días hemos visto simultáneamente, en varios monitores con canales distintos, a gente malviviendo en África, a esa misma gente jugándose la vida para entrar en este mundo nuestro, y dos o tres generaciones más tarde a sus hijos y nietos quemando autobuses en este mismo mundo que parece que nunca ha llegado a ser suyo. Vinieron del más allá y se quedaron en el más allá, en los márgenes de la ciudad, en la parte en blanco que rodea esta página, donde nunca se escribe lo importante, a lo sumo alguna anotación.

Los barrios periféricos, las urbanizaciones y las que antes llamábamos ciudades dormitorio no suelen figurar en los circuitos turísticos, pero es lo primero que tendría que verse en una ciudad para saber cuál es su calidad de vida real. En Madrid, por fortuna, según ha ido creciendo la prosperidad de su extrarradio ha ido disminuyendo esa lacra llamada clasismo, quizá porque estamos acostumbrados a ver que gran parte del mejor talento sale de la calle, de Carabanchel, de Vallecas, Villaverde... y que no está confinado en una determinada clase social. Eso es cosa del pasado, cuando en las fotos de grupo de los intelectuales todos parecían hijos de embajadores. La sensación de movilidad, de oxígeno y de futuro que produce es maravillosa. Por eso es tan importante que cuidemos la enseñanza pública. Como dice Juan Cruz en la sensible y emocionante novela Retrato de un hombre desnudo: "La ficción es un modo de visitar la vida. La realidad da más rabia".

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