Películas para periodistas
Las dos mejores películas que actualmente se exhiben en Estados Unidos tratan de manera importante temas que nos conciernen a todos. Los poderes y límites de la información. El derecho a la verdad y el derecho a la imaginación.
En Capote, el amanerado y narcisista autor de Desayuno en Tiffany abandona el circuito coctelero de Manhattan, desciende de los rascacielos verticales y se interna en la llanura sin horizontes de Kansas a fin de escribir la crónica de un crimen gratuito. Una familia de la clase media, los Clutter, han sido asesinados "a sangre fría" por dos hombres sin más oportunidad de sobresalir que ésta, atroz, de matar a los inocentes y esperar la notoriedad que su hazaña les conceda. Dos sociópatas, uno más inteligente que el otro, aguardan al cronista que haga legibles sus personalidades.
No hay noticia sin diablos. No hay novela sin demonios
Tanto Truman Capote como los dos asesinos, Perry Smith y Dick Hickock, estaban hechos el uno para los otros. Los criminales deseaban, inocentes y perversos, salir del anonimato. El escritor, sabiéndose al final del ejercicio de cinismo decadente que le dio fama, necesitaba la ficción mayor de la realidad. Como un trío de ciegos perdidos en un laberinto, el escritor y sus personajes se encontraron sólo para perderse de nuevo. Perry y Dick en la horca. Truman Capote en su último gran éxito literario, antes de perderse, a su vez, en el alcoholismo y el chisme.
"Novela sin ficción", llamó Capote a su crónica del crimen. Algo más que un reportaje. Algo menos que una mentira. Pero en todo caso, un severo compromiso con la palabra. Es esto lo que le da un sentido informativo profundo a Capote. Los criminales quieren que su publicista inesperado, el famoso escritor, los salve de la horca. Quieren quedarse con la fama y la vida. Pero el escritor sólo puede prestarles su fama y arrancarles la vida. Esto es lo fascinante, lo terrible y lo alarmante de la relación. Truman Capote necesita que los criminales mueran para que su libro viva. Sin el dramático final en el cadalso, la obra de Capote quedaría inconclusa, apenas un asterisco, una nota roja. El escritor ha hurgado en la vida de sus personajes, los ha seducido, halagado, y al cabo, los ha traicionado. Ellos deben morir para que el libro tenga éxito.
Dudo mucho que haya un solo escritor (periodista o novelista) que no se sienta rozado por la verdad de Capote. ¿No sabemos todos que necesitamos la mala noticia para encabezar, editorializar o novelizar? ¿Qué sería de nosotros en un mundo paradisiaco, poblado sólo por ángeles? No hay noticia sin diablos. No hay novela sin demonios. Se necesita un genio cómico superior -Cervantes o Dickens- para crear personajes y situaciones en las que la bondad -Don Quijote, Pickwick- resulte interesante. Capote nos indaga a todos los que escribimos. Nos obliga a confrontar nuestra propia vanidad, nuestro egoísmo, nuestro engaño, por menores que sean comparados a la malicia mortal de Truman Capote.
El otro lado de la medalla lo ofrece la película dirigida, en blanco y negro y mediante grandes acercamientos, por George Clooney, Buenas noches y buena suerte. Era la rúbrica del legendario reportero y editorialista de la CBS, Edward Murrow. A medida que, entre 1950 y 1954 el senador por Wisconsin, Joe McCarthy, atizaba su campaña contra las libertades públicas en nombre del anticomunismo, Murrow, con valentía moral y profesionalismo periodístico, salió como David a desafiar al abusivo y mendaz Goliat. En sus años de poder, McCarthy calumnió, denunció, fabricó pruebas falsas, y mandó al exilio, al suicidio, a la ruina y a la división a individuos y familias enteras. Le bastaba la denuncia seguida de la inquisición y la inquisición seguida de la delación. Escritores, actores, diplomáticos, periodistas. McCarthy segó a la inteligencia norteamericana. El que no fue víctima es porque fue delator.
Lo singular de la campaña anticomunista de McCarthy es que empleaba los mismos métodos de sus supuestos enemigos. Las purgas estalinistas de los años treinta son el modelo original de las purgas macartistas de los años cincuenta. Y como el fiscal Andrei Vichinsky en Moscú, McCarthy, en Washington, confiaba en amedrentar antes de juzgar y calumniar en vez de juzgar. Muchas fueron las víctimas. Muy pocos, los opositores. Entre éstos, destacó Edward Murrow y lo hizo desde una posición frágil y peligrosa. La CBS dependía, en grandísima medida, del aporte de sus anunciantes. Aunque en medida menor de la presión oficial. El presidente de la CBS, Bill Paley, manifestó sus temores a Murrow. Murrow escuchó las razones del jefe pero siguió adelante con las suyas. Paley respetó al periodista, aunque perdiera al anunciante. (Algo comparable sucedió en The Washington Post en 1974, cuando la dueña del periódico, Catherine Graham, respetó la libertad de sus reporteros, Carl Bernstein y Bob Woodward y de su director editorial, Bill Bradley, para perseguir el caso Wartergate que condujo a la ignominiosa caída del presidente Nixon).
A la postre, el senador McCarthy cayó en su propia trampa. A las críticas de Murrow no pudo responder sino con la eterna cantinela: el periodista era o había sido un comunista. Murrow demostró que esto no era cierto. Se mantuvo firme y esperó el inevitable momento en el que el senador, cegado por su propia arrogancia, montado sobre el silencio cobarde de los muchos y el sacrificio del honor ajeno, extendió la ilusión de su poder omnímodo al pantano de todos los errores: el favoritismo sin méritos e ilegal hacia sus secuaces, Roy Cohn y David Schine.
Alguacil alguacileado, McCarthy debió enfrentarse, inerme, a la misma justicia que había burlado. Juzgado y despojado de su posición, McCarthy ya no tuvo palabras para responder al juez Joseph Welch cuando éste le preguntó: "Dígame, senador, al fin y al cabo, ¿no tiene usted el menor sentido de la decencia?".
Estas dos películas arrojan una fría luz sobre el quehacer literario y periodístico. Hay que verlas con los ojos abiertos. Hacia el mundo y hacia nosotros mismos.
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