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Columna
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Utópicos

Tal vez debamos cambiar las aplicaciones sociales del adjetivo utópico. Nos hemos acostumbrado a identificar la utopía con el pensamiento izquierdista que aspira a transformar la realidad. Parece admitido que los buenos sentimientos y las predicciones solidarias tienen poco que ver con los pasos del destino que gobierna las vueltas de los días y los mundo. Se consideran posturas utópicas, una calificación cargada de amabilidad para las mentalidades conservadoras. En otras ocasiones resulta más cómodo utilizar adjetivos como irresponsable, loco, desestabilizador o trasnochado. Y, sin embargo, las opiniones del pensamiento crítico están poniendo el dedo en la llaga con unos resultados casi matemáticos. Son consideraciones realistas, pragmáticas, casi tan fiables como una ley química. Mientras los empresarios exigen flexibilidad, los líderes sindicales avisan de la degradación peligrosa de las condiciones laborales provocada por las subcontratas y los empleos basura. Poco después se caen las vigas, los andamios y los puentes sobre las espaldas de los trabajadores. Los profesores comprometidos se quejan de la degradación de la enseñanza pública, de las presiones del obispero y de las vacilaciones pedagógicas de los gobiernos socialistas, y de inmediato se publica una encuesta situando a España en la cumbre del fracaso escolar europeo. Los pacifistas denunciaron la ilegalidad y las mentiras en las que se fundamentó la invasión de Irak, y hoy ya sabemos que todo era injusticia y mentira. La defensa de Occidente ha supuesto una exaltación encubierta o evidente de las armas químicas, la tortura, las cárceles secretas, los campos de concentración y el genocidio. Los trabajadores sociales explican el grave desmantelamiento del Estado del bienestar, advierten de las consecuencias del neoliberalismo desatado, y de pronto se llenan las noches de Francia con jóvenes excluidos que rompen hospitales, queman coches y buscan un medio de socialización tribal en la violencia.

Puras certezas, hechos elaborados por la razón y la observación, diagnósticos demostrados en poco tiempo, catástrofes que caen sobre las vidas con todo el peso de la ley de la gravedad. Convendría, pues, cambiar de costumbres lingüísticas y aplicar el adjetivo utópico a las ilusiones interesadas del pragmatismo económico liberal. Resulta utópico defender la flexibilidad laboral, las subcontratas y los empleos basura, sin que los puentes se caigan y se generalicen los siniestros. Resulta utópico querer desmantelar los amparos sociales, imponer la ley del más fuerte, sin que los más débiles decidan ser los más fuertes con una antorcha en la mano. Resulta utópico pretender la dignificación de los genocidios, porque los cadáveres y las bombas terminan por caer sobre las mesas de familia. La derecha ha vivido la utopía de creer que puede radicalizar sus mecanismos de especulación y explotación sin consecuencias. Ha olvidado la lección de Voltaire, que defendió el egoísmo como una razón última de la tolerancia. Conviene respetar a los demás, si no queremos que los demás se conviertan en nuestros enemigos. La sociedad moderna tiene dos posibilidades de vínculo: la solidaridad y el egoísmo. Dos posibilidades que conducen a la misma necesidad de entendimiento. Por distintos caminos.

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