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Columna
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Incendiar escuelas

Joan Subirats

Se han dicho ya muchas cosas sobre los sucesos que convulsionan las periferias de todas las ciudades francesas desde hace ya muchos días. Pero uno de los elementos más significativos y preocupantes, desde mi punto de vista, de estos sucesos ha sido el hecho de que los jóvenes que manifestaban su malestar e indignación incendiaran las escuelas de sus barrios. Hace ya muchos años, la famosa revuelta de los barrios del sur de Los Ángeles en 1992, después de la exculpación del conjunto de policías que golpearon salvajemente a un negro y que fueron filmados por un videoaficionado, provocó escenas similares. Pero en aquella ocasión las escuelas se salvaron de esa especie de fuego purificador. Algunos de los analistas de los sucesos entendieron esa excepción como una prueba de que las escuelas eran vistas más como patrimonio comunitario que como enclave ocupador. Ese no ha sido el caso en la banlieu de París y ello nos debería hacer reflexionar sobre cómo esos jóvenes han percibido y perciben las escuelas, sus escuelas.

"Lo cierto es que las víctimas de un sistema que ya no cuenta con ellos reaccionan ejerciendo el control de los únicos espacios que les han dejado que sientan como propios, y manifiestan su violencia como señal".

Se recuerda ahora la frase que pronunció, hace ya 15 años, François Mitterrand cuando afirmaba: "¿Qué puede esperar una persona joven que ha nacido en un barrio sin identidad, que vive en un edificio horrible, rodeado de otros igual de horrorosos, lleno de muros grises en un paisaje gris y con perspectivas vitales igualmente grises, y que tiene en torno una sociedad que prefiere mirar hacia otro lado y que sólo interviene cuando es necesario enfadarse, prohibir?". Las cosas no parecen haber cambiado después de sucesivos gobiernos de derechas y de izquierdas. Después de años de decidir que no era necesario decidir. Dejando que las cosas se fueran complicando, que los problemas se fueran acumulando, que la madeja de causas, consecuencias y carencias se fuera enmarañando hasta convertir el tema en inmanejable. Propiciando que al final buena parte de los franceses acaben sintiendo alivio cuando un Sarkozy cualquiera "habla claro" y les reconforta diciendo que con menos comprensión y más autoridad las cosas pueden enderezarse o al menos contenerse. O cuando acaban creyéndose su propio miedo y respiran aliviados cuando se les anuncia que van a aplicarles un decreto de hace 50 años que faculta el toque de queda y los registros domiciliarios arbitrarios y sin control judicial alguno. En esta recuperación autoritaria a la que estamos asistiendo, son numerosos los que culpan a los desvaríos de matriz Mayo del 68 y al exceso de contemplaciones y análisis sociológicos los problemas actuales de las periferias urbanas francesas, cuando lo cierto es que las víctimas de un sistema que ya no cuenta con ellos reaccionan ejerciendo el control de los únicos espacios que les han dejado que sientan como propios. Y manifiestan su violencia como señal, arremetiendo con lo que encuentran en su territorio: los coches de sus vecinos, los medios de transporte público que conectan esos barrios con el centro, y con los edificios que parecen representar la dominación y la segregación: correos, oficinas, escuelas.

¿Las escuelas también? Un padre afirmaba ante la imagen de una escuela quemada en Grigny: "Quemar una escuela es inaceptable, pero el que ha prendido el fuego es Sarkozy". Un Sarkozy que sólo hacía unas semanas había declarado en la Isla de la Reunión: "Mientras que Estados Unidos acoge una inmigración de calidad (sic), desde hace años, nosotros aceptamos recibir en nuestro país aquellos que nadie más quiere en el mundo". Esa chusma que ahora le responde buscando un protagonismo que sólo consigue con la violencia callejera. Parece gritarnos: "Estamos aquí, existimos".

Algunos comentaristas señalan que esas escuelas, sus planes de estudio, sus espacios fortificados, la bisoñez de sus profesores que duran pocos meses por la presión ambiental, la falta casi absoluta de perspectivas laborales que justificaran la permanencia en los centros educativos, explicarían el hecho de que entendieran a las escuelas como uno más de los enclaves que el sistema hostil había incrustado en esos barrios. Sus padres encontraron quizá en la escuela una palanca de progreso personal y social. Ellos la ven como una pérdida descomunal de tiempo. Una institución más del tinglado del poder, muy alejada de sus referentes personales y colectivos. Desconectada del mundo laboral al que aspiran, pero que se les niega.

Algo deberíamos aprender de todo ello. Ante todo, reforzar el papel de los municipios y de las políticas que apuesten por trabajar desde la proximidad y la implicación de la comunidad en los asuntos colectivos. La etapa de Chirac se ha caracterizado por la reducción de las transferencias locales y por la laminación de una política de seguridad fundamentada en el conocimiento y las complicidades que genera la proximidad. Por otro lado, habría que mejorar y reforzar la articulación de las escuelas con el entorno. Abriendo los centros a otros profesionales, conectando mejor la escuela y el mundo laboral en las etapas de adolescencia, ofreciendo una perspectiva de futuro a quienes asisten desesperanzados a la deriva de una sociedad que no parece contar con ellos. Aceptando que la complejidad, la desesperanza y las nuevas pulsiones vitales en las que viven muchos de nuestros jóvenes tienen que entrar con ellos en las escuelas. Los centros escolares no pueden ser espacios de orden y transmisión tranquila de conocimientos si nada de lo que ocurre fuera es ordenado ni tranquilo. Si no aceptamos que los jóvenes ya no viven en los entornos sociales estables y ordenados en que nos movíamos, sino que su vida está absolutamente llena de precariedades, seguiremos sin entender nada, y acabaremos acudiendo a una concepción de la seguridad que la simplifica y reduce a simple represión. Hablemos de seguridades: de seguridad laboral, de seguridad en la vivienda, de seguridad en el disfrute de los derechos de ciudadanía, y no sólo de la inseguridad de los asalariados sin vínculos sociales, de los jóvenes sin trabajo ni estudio o de los inmigrantes.

Todos ellos, la nueva chusma a quienes sólo sabemos responder con "toques de queda", olvidando muchas ilegalidades que transcurren en edificios oficiales, en oficinas de centros financieros. Los medios de comunicación tienen la obligación de diferenciar los estallidos concretos de los problemas de fondo que se arrastran desde hace años. Tienen que evitar caer en la pornografía de esa espiral de violencia y represión en la que brillan los resortes viriles de la autoridad de un Estado que va amputando su capacidad de intervención económica, que se retira del espacio social y que acentúa su vertiente penal.

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