Aquejados de 'constitucionalitis'
Tras la Declaración de Independencia se generalizó en Norteamérica una costumbre singular, que al parecer llenaba de emoción a los antiguos súbditos del reino de Inglaterra: que los hombres que hablaban de política solían decidir sus controversias echando mano de un librito que muchos de ellos guardaban en su morral o en sus alforjas. Fue así como, primero los textos constitucionales de los futuros Estados de la Unión, y, luego, el texto federal aprobado en la ciudad de Filadelfia, se convirtieron en lo que, con el tiempo, llegarían las Constituciones a ser en todo el mundo: una parte esencial de nuestro paisaje cotidiano.
Aunque parece casi seguro que entre las diversas perversiones de los españoles de comienzos del siglo XXI no figura la de andar con la Constitución en los bolsillos, es lo cierto que no debe resultar fácil encontrar hoy un país en el planeta en donde tantas personas hablen tanto tiempo sobre la reforma constitucional y sus problemas. Estás comprando el pan o haciendo cola para el cine y, ¡zas!, de pronto, allí hay un grupo, y allí otro, que discuten sobre lo que hay que meter o lo que hay que sacar en nuestra ley fundamental. Es, como el de las legiones romanas maniobrando, un espectáculo admirable.
Sólo si los Príncipes llegasen a tener un hijo varón, sería la reforma imprescindible
La constitucionalitis que nos aqueja -pues así habría que llamarla, si llamamos faringitis a la inflamación de la faringe- ha llegado, por el momento, al paroxismo a cuenta del nacimiento de la hija de los príncipes de Asturias. No bien había salido la criatura del seno materno, según expresión inigualable del Código Civil, cuando el debate sobre la reforma constitucional había cobrado nuevos bríos, con la incorporación al mismo del sector rosa de nuestro tertulianismo nacional. El barullo sobre la necesidad, y aun sobre la urgencia inaplazable, de modificar la previsión constitucional que otorga a los varones preferencia en la línea sucesoria ha sido tal que pocos se han parado a pensar en si es verdad lo que muchos han acabado dando por supuesto: que, nacida Leonor, la supresión de la discriminación de las potenciales herederas a la jefatura del Estado debe acometerse de inmediato.
¿Es así? ¿Resulta realmente tan urgente la reforma constitucional destinada a asegurar, llegado el caso, que la infanta Leonor no sea preterida por un eventual hermano varón que pudiera nacer en el futuro? La propia pregunta incorpora ya una parte sustancial de la respuesta: y es que sólo si los príncipes de Asturias llegasen a tener un hijo varón, andando el tiempo, sería la reforma imprescindible. De no acontecer las cosas de ese modo, la necesidad de aquélla se extinguiría por simple consunción.
Pongámonos en el caso, por lo tanto, de que Leonor sea una niña afortunada y pueda gozar de la felicidad de unos hermanos; y supongamos que uno de ellos fuera un chico. En tal supuesto la reforma constitucional sería indispensable, desde luego, para garantizar la preferencia de Leonor (siguiendo el criterio de la primogenitura estricta) y para asegurar, en consecuencia, que se cumple con lo que exige la inmensa mayoría de nuestra sociedad: que las mujeres no sean discriminadas ni siquiera en la sucesión a la Corona. Pero, ni aun en este último supuesto, la reforma tendría la urgencia que algunos han querido atribuirle. La razón -elemental- es que la única figura que regula la Constitución, además de la del jefe del Estado y su consorte, es la del Príncipe heredero. Y el heredero es, como sabe todo el mundo, don Felipe de Borbón. Ello quiere decir que sólo cuando el príncipe Felipe ocupe la jefatura del Estado -lo que no parece que vaya a suceder mañana- le tocará a uno de sus hijos asumir la condición de Princesa o Príncipe heredero. Y sólo, por tanto, en tal hipótesis, sería imprescindible adoptar la medida de reforma de las previsiones sucesorias si la existencia de un varón pudiese entonces lesionar las expectativas de Leonor.
Así las cosas, aunque la Constitución atribuye al Príncipe heredero la dignidad de príncipe de Asturias desde su nacimiento o desde que se produzca el hecho que origina el llamamiento, la única previsión constitucional relevante a tal efecto es la de que el Príncipe heredero, al alcanzar la mayoría de edad, deberá jurar ante las Cortes lealtad a nuestra ley fundamental. No defiendo, por supuesto, que ésa sea la única barrera temporal para reformar, si ello fuera necesario, el mecanismo sucesorio. De hecho, soy consciente de que, a partir de un determinado momento, la más elemental atención que merecen todas las expectativas personales -y entre ellas la de un joven o una joven que espera ser un día jefe del Estado- exigiría proceder a reformar para eliminar inseguridades y posibles confusiones que, de darse, afectarían a personas con suficiente madurez como para vivirlas como un castigo inmerecido.
Lejos de ello, me limito a defender que aceptada la convicción social de que los varones no deben tener preferencia en la sucesión a la jefatura del Estado; y aceptada la evidencia de que es posible cumplir con las exigencias de reforma constitucional que pudieran derivarse de esa convicción social mayoritaria en momentos diferentes, sería poco razonable elegir uno en que la reforma referida podría terminar siendo como una bola de nieve, de esas que se sabe cómo comienzan pero no cómo terminan. Aunque el momento en el que estamos en España no es, a ese respecto, el peor imaginable, el lector aceptará conmigo fácilmente que sí resulta, por desgracia, mucho peor de lo que sería deseable. Y acometer en un momento indeseable lo que no corre prisa alguna es un modo, como otro cualquiera, de meterse, sin necesidad, en camisas de once varas. Con la camisería, además, hecha unos zorros.
Roberto L. Blanco Valdés es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela.
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