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Columna
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Maremoto

Al avistar la costa de Lisboa, el navío en que viajan el joven Cándido, su preceptor Pangloss y Jacques el anabaptista comienza a experimentar fuertes sacudidas y a crujir por todas las cuadernas como si la quilla estuviera quebrándose en dos. Olas del tamaño de una catedral amenazan los mástiles, la tripulación se desentiende del gobierno de la nave y el pasaje enloquece de terror. Jacques intenta ayudar a mantener la calma gritando a la multitud que se aferre a sus asientos, pero un marinero le golpea; ese mismo marinero perderá el pie luego y caerá por la borda precipitando con él al pobre Jacques que trataba de izarlo. Según era de prever, el barco queda hecho trizas bajo el empuje de las aguas y sólo Pangloss y Cándido sobreviven. En Lisboa, adonde consiguen llegar exhaustos con las ropas manchadas de sal y algas, les aguarda un espectáculo todavía más crudo: los edificios se vienen abajo, las iglesias trituran despiadadamente los cráneos de los fieles que se cobijan bajo sus arcadas, la tierra se abre y engulle a todos los desdichados que aún no yacen debajo de una pirámide de escombros. La ciudad arde durante tres días, hasta que en su lugar sólo resta un depósito de ceniza y una nube de olor a podredumbre, el olor de la carne corrompida. Al anochecer del tercer día, Cándido y Pangloss disfrutan de la hospitalidad de unos supervivientes que les ofrecen pan y vino. Todos lloran al dirigir sus ojos al horizonte y rememorar la catástrofe. El relato figura en el capítulo quinto del Cándido de Voltaire, que fue publicado por primera vez en 1759. En cuanto al desastre que retrata, el maremoto y terremoto que asoló Lisboa masacrando a más de veinticinco mil personas, no es una invención novelesca y tuvo lugar el 1 de noviembre de 1755, hace ahora exactamente dos siglos y medio.

Ese mismo día, una naturaleza desbocada arrollaba a base de espuma y viento la costa de Cádiz y de Huelva, borraba Conil del mapa y abonaba con más de mil cadáveres las playas de Ayamonte. Hasta Jerez de la Frontera se resintió del seísmo y sufrió pérdidas en infraestructuras y vidas humanas. La verdadera magnitud del fenómeno puede intuirse si se tiene en cuenta que Giacomo Casanova, que en aquel momento estaba siendo encarcelado en Venecia, percibió cómo su celda se agitaba al ritmo de una extraña sacudida. Se trata, sin duda, del cataclismo más famoso de la historia de Occidente, y del que arrastró mayores consecuencias filosóficas, ideológicas, hasta políticas. La Ilustración, Voltaire, la Revolución Francesa son ecos de aquella carnicería. Después de que Europa enterrase a millares y millares de personas comenzó a perderse el respeto a Dios y a las teorías bobaliconas que afirmaban que el creador es infinitamente bondadoso y que habitamos el mejor de los mundos posibles. Como un empujón, como una bofetada, el maremoto sirvió para despertar a las conciencias de un continente adormecido entre brumas de incienso, demasiado acomodaticio para lanzarse a la aventura de mirar a la verdad cara a cara. Después llegarían el materialismo, las críticas a la religión, la puesta en entredicho de la realeza y la guillotina. Pero todo tuvo su trágico inicio aquel día de difuntos en que Cándido divisó por primera vez las torres blancas de Lisboa.

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