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Columna
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Difuntos

En plena excitación nacionalista nos sorprende otra vez el día de los muertos transformado -para ocio, negocio y regocijo general- en noche de Halloween. Uno sale a la calle y se encuentra de pronto dentro del Disney Chanel, rodeado de vampiros y fantasmas, murciélagos y zombis. Es más fácil (y desde luego menos comprometido e inquietante) glosar la calabaza anglosajona que escribir de la muerte o los muertos, sobre ellos o de ellos.

Mal asunto espantar al lector, nada más comenzar la columna de este día de asueto, hablándole de muertos y de muertes y otras amenidades funerarias. La Parca, la lívida señora de la guadaña que nos siega el aliento desde un cuadro de Jerónimo Bosch o un grabado de Holbein, divertido y macabro, es, sin embargo, un personaje de éxito entre niños, jóvenes y mayores. Siempre que la tratemos, desde luego, como un mero personaje de ficción, es decir, sin el debido respeto. De ahí, quizás, el éxito de Halloween en una sociedad donde la muerte, hasta hace poco tiempo, era una cosa seria.

La ficción desactiva; la ficción desafila la guadaña y la convierte en un apero romo y anacrónico, poco más que un juguete. Las horas, gracias a la ficción, dejan de herirnos y hasta de matarnos, igual que en los relojes barojianos. Este martes festivo de noviembre, dentro de la ficción de una muerte educada, estabulada y comercializada, uno intenta esquivar el asedio continuo de esas feas, chillonas y ridículas calabazas del día de los muertos que parecen querer resucitar, convertido en un monstruo catódico, al viejo Kiko Ledgard dentro de un infinito Un, dos, tres, responda otra vez. Pero los esqueletos fosforescentes no están dispuestos a dejarse ganar la partida por un vulgar concurso caducado de televisión. La competencia es dura y la muerte, para obtener un éxito de crítica y público, debe ser divertida o, por lo menos, entretenidamente criminal. Así es la vida.

Somos el animal que sabe que se muere, el ser para la muerte según Heidegger y el animal que ríe, que se muere de risa y hasta puede reírse de su muerte o desfilar, como en algunos pueblos de Galicia, dentro de un ataúd como quien viaja en un vagón de metro. "A San Andrés de Teixido irá de muerto", dicen, "quien no fuera de vivo". Pero el autor de esta columna ya viajó a San Andrés y se bañó en Cedeira y cumplió el rito de encender una vela, arrimar un exvoto al pie del santo y llevarse unas cuantas figurillas de miga de pan que se descompusieron con el tiempo hasta pulverizarse como nosotros mismos nos pulverizaremos.

Pero los escritores (también los escritores de columnas) tienen la vana presunción de intentar engañar a la muerte a base de palabras, como en los cuentos de La mil y una noches. También los carniceros, los forenses, los ingenieros y los escayolistas intentan sortear el final, pero por lo común son gente más discreta hasta para morir. Sobre todo para eso. No vamos a negarlo. Los escritores hablan (por teléfono y fax y correo electrónico) sin tasa, quieren ser escuchados, no se quieren callar porque callar, para ellos, casi siempre es morir. "El día en que este juego sin fin con las palabras se termine", escribió José Ángel Valente en sus Fragmentos de un libro futuro, "habremos muerto". Así es, así parece. Por lo pronto, nadie quiere morir, tampoco ellos (en eso los escritores no difieren del resto de mortales), y cuando se suicidan lo hacen precisamente para ser inmortales por la vía de apremio. Aunque no siempre, claro. El asunto es bien grave. Cada hombre es un mundo y cada muerte un mundo que termina. El fin del mundo a plazos, eso es el fin del mundo.

Lo peor, como escribe Camus, es que los hombres mueren, nos morimos y no somos felices. "Ya naciste", me dice desde París mi querido Francisco Javier Irazoki, "con la semilla de la muerte / y floreces". Florecer. Adaptarse a los ciclos. Aceptar esa huida del tiempo que glosó Josep Pla. Y, entretanto, escribir. Juegos para aplazar la muerte, como en el libro de Juan Luis Panero. ¿Palabras para alargar o postergar lo que, de todos modos, resulta inevitable? Palabras contra el miedo, contra el aburrimiento, contra el tiempo. Vivir para contarlo. No callar. Mantener fascinado al verdugo. Ese sí es un buen cuento. En mi principio, lo dijo otro poeta, está mi fin. O quizás al revés.

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