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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Primeras aproximaciones

Caía la tarde, la hora entre chien et loup, cuando atravesé la tipuana y, Mandri arriba, me encaminé hacia la tienda del joyero Buendía. Aquí hubo uno de los primeros bares de zumos de fruta de la ciudad y antes una prestigiosa escuela de chóferes. El joyero lleva 20 años. Vende unas piezas raras, hermosas y carísimas, hechas de acero alemán y titanio, con destellos de oro, platino y algún brillante incrustado a martillazos. Cuando me vio en la puerta, sonrió alegre y le dio al interruptor. Empujé, bajé los escalones y nos sentamos frente a frente. Ya empezaba a extraer, con su aire desenvuelto, bandejas negras de terciopelo donde refulgían mil compromisos.

-Precisamente me acaban de llegar unas agujas.

Buendía echó el cuerpo para atrás, relajadamente. Nadie iba a entrar ya en la tienda. Empezó a explicar una historia de ladrones

-La verdad es que vengo a preguntarle por los crímenes de la calle de Mandri.

-¿Qué crímenes? -dijo, levantando los brazos con humor sobresaltado. Pero sabía bien de lo que le estaba hablando. En las últimas semanas le habían agujereado un escaparate al joyero Zapata, al otro lado de la calle. Y frente a la tienda Prestige, dedicada a la venta de ropa deportiva, habían tenido que poner pilones para evitar más alunizajes. Estos incidentes ya habían sido traducidos al lenguaje corriente de los medios. Es decir, se daba por hecho que un niño había permanecido varias horas en el lavabo del cercano supermercado Caprabo, amordazado con un trozo de cinta elástica, para que no gritara mientras sus padres trataban de resolver su secuestro-exprés y la vida continuaba en el supermercado, las cajeras marcando y cobrando. La policía lo negaba, desde luego. Pero las negaciones de la policía nunca desmienten. Corroboran, y ése es su lugar en las crónicas. Le pregunté a Buendía. Dijo:

-Sí, ha habido unos robos. Hay robos en la ciudad, claro. Siempre hay robos. Si lo sabrá un joyero.

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Buendía echó el cuerpo para atrás, relajadamente. No había nadie en la tienda, y nadie iba a entrar ya. Empezó a explicar una historia de ladrones. Trataba de un hombre que entra en una joyería y se hace mostrar unos anillos. Y otros. Y otros más. De pronto el joyero se da cuenta de que le falta uno. Se lo dice. El hombre, acalorado, ofendido, se levanta y exige a su acusador que le registre. El joyero vacila. Pero al final lo hace. Y aplicadamente. Mientras le palpa el ladrón va protestando, entre sudores. Dice que es humillante. Absurdo y humillante lo que le está haciendo. El joyero no encuentra nada y el ladrón sale blasfemando.

-¿Dónde lo llevaba?

-No lo llevaba.

El joyero Buendía está exultante. Matando la tarde, pero sin comprometer a nadie. Prosigue. Al cabo de un par de horas entra un hombre. El joyero aún no ha acabado de recuperarse. Y tampoco ha encontrado el anillo, de oro y brillantes. El hombre pide ver unas joyas. Se las muestra. Más. También se las muestra. Los ojos del joyero ponen una bala en cada gesto. Un felino vigilante. Mientras la mano izquierda del hombre llama la atención golosa del joyero sobre un anillo, la derecha se mueve muy velozmente hacia una esquina de la mesa. Pero los ojos del joyero logran poner a cámara lenta el movimiento. Ahí va la mano, lenta, lenta, pesadamente hacia la esquina; y no se queda ahí, sino que desciende y está a punto de ocultarse bajo la mesa. ¡Bommm! La mano del joyero ha caído sobre la del hombre como una maza. Se miran a los ojos. El joyero le grita qué está buscando ahí. Aún con la mano aplastada sobre la mano, el joyero se levanta y tantea por debajo de la mesa. Ahí sigue el anillo pegado con chiclé, esperando su rescate.

-¡Magnífico!

-Hay historias fantásticas.

-¿Le han robado alguna vez?

-Sí, una. Hace diez años.

Entró un hombre de alrededor de 60 años perfectamente vestido, sin aspavientos. Pidió ver unas joyas y empezó a maniobrar hasta que se puso una en el bolsillo sin que el joyero Buendía lo advirtiera. Luego eligió otra y le dijo que quería quedársela, y que le daba 5.000 pesetas como paga y señal porque no llevaba suficiente dinero encima. Así se acordó. Recogiendo, advirtió el robo. Sonó el teléfono. Era el ladrón, que no venía y pretextaba una urgencia grave. El joyero le dijo, pero con un tono demasiado nervioso, que se pasara por la tienda, que le devolvería el dinero. Entonces el ladrón colgó. El joyero Buendía explica lo que le dijo la policía respecto el extraño proceder del ladrón.

-Te dan la paga y señal para que te relajes. El dinero siempre relaja. Y luego llaman para ver si el joyero ha advertido el robo y pueden seguir operando inmediatamente.

-¿Cómo es posible que le quiten una joya a un joyero?

-Son como trileros. Rapidísimos. Además... en este caso hubo algo decisivo. El hombre llevaba encima... ¡L'Osservatore Romano! Aún lo veo pulcramente doblado sobre esta mesa. Soy tan idiota que no le quité ojo al periódico. Luego entendí que lo había exhibido ostensiblemente.

El joyero Buendía me había entretenido demasiado con sus fascinantes historias blancas. Encendí un cigarro, ya que no fumo. Eché una ojeada a Mandri, ya tomada por la noche, pensando si la época no se parecía demasiado a la que sacó a don Alonso Quijano por los campos. Entonces se trataba de las novelas de caballerías y ahora se trata de los medios. Pero, en un caso y otro, la cuestión era la misma: vivirlo. Se había hecho tarde para pasar por el garito. Aquí es donde el relojero Bordás lleva la manija del barrio. Pisé el cigarro y entonces cruzó la calle la optometrista Carmen Alleson, alta, morena, tan agradable después de tantos años.

-¿Has oído hablar de los crímenes?

-Ja, ja, siempre exageras.

-Lo dicen los periódicos.

-Sólo hay un crimen. Lo que el Ayuntamiento odia a este barrio. Nosotros le pagamos con la misma moneda.

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