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Columna
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Crimen ¿cómo?

El lenguaje políticamente correcto sólo vale cuando es la punta del iceberg, la forma visible de un fondo colosal; la mínima expresión conectada a una convicción profunda; cuando supone un desplazamiento auténtico. Entre el calificativo de "inválido" y el de "discapacitado" hay una evolución, un viaje de cultura, comprensión y respeto de las diferencias; y además, de sentido común. Que alguien no pueda hacer una cosa no significa que no pueda hacer el resto; alguien que tiene mermada una facultad a menudo desarrolla más y mejor otras capacidades. Todavía no hace tanto tiempo a las personas con alguna discapacidad mental se les llamaba con naturalidad retrasados o incluso subnormales. Hoy, por fortuna, expresiones de ese tipo producen cuando menos sobresalto y mayormente rechazo. Pero, insisto, ese desplazamiento lingüístico sólo vale cuando es auténtico, cuando no hay contradicción entre la forma y el fondo del asunto, cuando las palabras no hacen el viaje con las maletas vacías de contenido.

El término "pasional" aplicado a los crímenes de género es la tapadera perfecta del machismo más recalcitrante y cruel

Si el lenguaje políticamente correcto es objeto a menudo de críticas, parodias o burlas es porque no es infrecuente que esa contradicción se produzca; que se claree una forma de hipocresía que no permite decir, pero sí pensar, y sobre todo sí hacer, ciertas cosas. (En lugares como los Estados Unidos algunas palabras están mal vistas. No hay que decir indio o negro, sino nativo-americano y afro-americano; y sin embargo esos grupos sociales sufren endémicas, radicales discriminaciones, como se ha visto tras las inundaciones de Nueva Orleáns). Cuando se produce un desfase entre el sentido visible de las palabras y su intención oculta, el lenguaje se vuelve coartada o tapadera. O freno o espejismo que impide resolver el problema, la necesidad o el asunto que representa. El lenguaje engaña haciendo creer que está solucionado lo que sigue pendiente.

Entro así, y demoradamente, en el tema de la columna de hoy, porque cuesta imaginar que aquí mismo (o en cualquier parte) alguien, después de agredir sexualmente a una chavala, la haya cosido a navajazos y la haya dejado desangrarse. Como cuesta creer que mientras escribo estas líneas o usted las lee, a nuestro alrededor muchas mujeres están siendo agredidas sexualmente, violentadas de palabra y de obra, aterrorizadas entre las cuatro paredes de su propia casa. Que en el tiempo de escribir y leer estas pocas líneas millones de mujeres están siendo maltratadas, violadas, mutiladas, quemadas, asesinadas en el mundo. Segundo a segundo, millones de mujeres en todo el mundo.

En realidad no cuesta creerlo porque los datos objetivos son abrumadoramente concretos y concluyentes; porque Aintzane Garay más realmente asesinada no puede estar. Lo que cuesta creer es que sigamos en escenarios de agresiones contra las mujeres, de violencia de género, de terrorismo doméstico que no sólo no disminuyen sino que aumentan. Y cuesta creer -y este es el principal motor de estas líneas y el que justifica su introducción lingüística- que el asesinato de Aintzane siga siendo llamado por algunos (se lo he escuchado en Radio Euskadi a un experto; y lo he leído en otro de nuestros principales diarios), calificado por algunos de "crimen pasional", crimen con "móvil pasional". ¿A qué clase de pasión se refieren? ¿Insinúan que quien ha matado a esa chica sentía por ella alguna forma de afecto irrefrenable? ¿Que la mató porque era suya? ¿Que hay amores que matan? ¿Busca ese adjetivo que apliquemos a ese crimen alguna forma de comprensión o de indulgencia?

Las palabras pueden ser coartada o espejismo o freno que impide avanzar, atajar de raíz. Entiendo que el lenguaje "pasional" aplicado a los crímenes de género es uno de esos casos. Es la tapadera perfecta bajo la que se ampara el machismo más recalcitrante, el más cruel. El velo opaco que disimula sus infames hechuras. El argumento cómplice que, de ese modo, contribuye a eternizarlas.

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