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Reportaje:LA REFORMA DEL ESTATUTO CATALÁN

'Maragalladas'

Las peculiares formas de actuar del presidente de la Generalitat son genialidades para unos y salidas de tono para otros

Enric Company

Pasqual Maragall es un político singular, como se ha puesto de manifiesto en la gestión de la remodelación del Gobierno catalán iniciada el pasado fin de semana y todavía no culminada. La peculiar forma de actuar del presidente de la Generalitat ha dado lugar a la acuñación de un neologismo, maragallada. La cosa viene de cuando era alcalde de Barcelona. Comenzó como una versión amable de la tradicional alcaldada, pero luego ha dado para mucho más.

Cuando hablan sus opositores, el término quiere tener siempre un tono negativo, si no despectivo. Cuando hablan los seguidores, puede tener otros significados, más próximos a las ideas de originalidad, osadía, sorpresa. A veces también, como ahora, incluso de extravagancia por sus peculiares formas de abordar los problemas.

La mayor osadía que se le atribuye es su declarado empeño en cambiar España
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Mientras fue un alcalde de éxito o el aspirante a la presidencia de la Generalitat, el uso del neologismo era poco más que un recurso dialéctico fácil en la brega política. Pero esto ha cambiado radicalmente. Con el acceso a la Presidencia de la Generalitat al frente de una coalición de tres partidos de izquierda en diciembre de 2003, -que además son los mismos que garantizan la estabilidad a José Luis Rodríguez Zapatero- Maragall se ha convertido en un enemigo a batir contra el que la derecha utiliza todos los recursos a su alcance. Y el vocablo maragallada se ha convertido así para la oposición en un sinónimo de descalificación que se pretende convertir en nefasta categoría política.

Maragalladas, sin embargo, las hay de distinta entidad y características. Con este nombre se han descrito meteduras de pata, salidas de tono, equivocaciones. Como, por ejemplo, la infausta broma protagonizada en mayo en Jerusalén por el presidente y el líder de Esquerra Republicana (ERC), Josep Lluís Carod Rovira, con una corona de espinas de las que los establecimientos comerciales venden a los turistas. O más, reciente todavía, su imprudente acusación a CiU, en sede parlamentaria, en febrero sobre el cobro de comisiones de un 3% en la contratación de obras públicas. También se ha definido como maragallada un exabrupto de marzo de 2003, cuando afirmó que CiU practicaba un nacionalismo de "pureza de sangre y estirpe". Y tantas otras.

La más genuina acepción del término es, no obstante, la que tiene que ver con la forma de afrontar determinadas situaciones críticas. Una de las que mejor muestran ese genio particular que le distingue fue su abrupto abandono de la alcaldía de Barcelona en noviembre de 1996. Maragall llevaba ganadas en aquel momento cuatro elecciones municipales consecutivas y pretendía hacerse con el control de la federación local del PSC, que se le resistía. Era una propuesta en la que también andaba por medio su hermano Ernest como prolongación ejecutora de sus decisiones, como ahora.

Dio la batalla y la perdió. Su reacción fue anunciar, ante la misma asamblea que acababa de desatender sus pretensiones, que iba a dejar la alcaldía de la ciudad. Y lo hizo. Se fue a Roma. Dos años a dar clases sobre economía y gestión urbana. Ésa fue una gran maragallada.

Aquel episodio guarda alguna semejanza con el actual choque de Maragall con la coalición de partidos que le llevó a la presidencia. Con una nada desdeñable diferencia. En la batalla de hace nueve años, puede decirse que no hubo daños políticos. En la de la semana pasada, en cambio, el estropicio ha sido fenomenal, hasta permitir que un asunto de la política doméstica catalana sea utilizada contra Rodríguez Zapatero en el escenario político general.

Maragall es uno de los fundadores del PSC y desde 2000 es nada menos que su presidente, pero históricamente ha tenido relaciones cuando menos complicadas, sino conflictivas, con las direcciones de su partido, no sólo con la federación de Barcelona. Por dos razones. Una de ellas es que a menudo han recortado su margen de actuación como gobernante.

Ejemplo notable fue un sonado encontronazo de 1987 con la ejecutiva socialista dirigida por Raimon Obiols. Maragall quería llevar al Tribunal Constitucional la ley del Parlamento catalán por la que Jordi Pujol disolvió la Corporación Metropolitana de Barcelona (CMB), que era el gobierno local de la gran Barcelona. El PSC se opuso rotundamente, porque significaba sacar de Cataluña un debate estrictamente catalán. Maragall tuvo que tragarse el sapo, del que todavía sigue acordándose en muchos de sus discursos.

La otra causa de su relación de desconfianza con las sucesivas direcciones del PSC procede de su concepción de lo que han de ser los partidos. Desde que estuvo en Nueva York, en la primera mitad de la década de 1970, Maragall no ha escondido su preferencia por los partidos con líder electoral potente y organización liviana, al estilo del Partido Demócrata de Estados Unidos. Hasta antes de asumir la presidencia del PSC, llevó a cabo varios intentos de crear plataformas políticas en las que apoyar sus pretensiones a la presidencia de la Generalitat, más allá de su propio partido. Con una de estas plataformas, Ciutadans pel Canvi, forzó en 1999 una coalición del PSC para su primera campaña electoral autonómica. Esa concepción de los partidos no incluye concederles baza en sus decisiones como gobernante.

En la acepción no peyorativa, o al menos de doble lectura, positiva y negativa según el cristal con que se miren, las maragalladas son también las apuestas arriesgadas, las concepciones originales, las propuestas osadas que tocan tabúes políticos. Las impertinencias. Maragall ha dicho muchas veces que la Constitución no es intocable. Ha sacado a colación que la base de la eurorregión en la que sitúa a Cataluña es la antigua Corona de Aragón. Ha hablado de situar a Cataluña en la Organización Internacional de la Francofonía. Ha insistido en que el PSC debía recuperar el grupo parlamentario propio en el Congreso, que tuvo hasta 1982. Ha cuestionado el esquema radial de comunicaciones español. Ha dado la batalla para que no todos los organismos centrales del Estado radiquen en Madrid y lo ha conseguido con la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones. Ya en la década de 1980 lanzó una idea realmente original: trasladar el Senado a Barcelona.

La mayor de las maragalladas, la que revela un infrecuente grado de osadía es, no obstante, el declarado empeño político en cambiar España, conseguir que se acepte a sí misma como nación de naciones, en la concepción del socialista segoviano Anselmo Carretero. Esta idea está detrás de muchas de sus posiciones, las ideas muchas veces sorprendentes que no cesa de lanzar. A las propuestas federalistas contenidas en la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña aluden en los últimos meses muchos detractores del PP como peligrosas maragalladas capaces de balcanizar España, de poner el país patas arriba.

Quienes así le atacan desconocen, u olvidan, que entre las maragalladas que los nacionalistas catalanes menos perdonan al presidente de la Generalitat es que Maragall profesa un declarado amor a España, que proclama y refuerza su singularidad en el escenario político catalán, donde este tipo de expresiones no proliferan.

En febrero de 2000, en una reunión de cuadros del PSOE celebrada en Magaz de Pisuerga (Palencia), proclamó tan fuerte como pudo su concepción de la naturaleza de las relaciones entre los catalanes y los demás españoles: "No es sólo que os necesitemos, es que os amamos".

Carod se pone una corona de espinas en Jerusalén mientras Maragall le fotografía.
Carod se pone una corona de espinas en Jerusalén mientras Maragall le fotografía.AP

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