Felicidad
Como en la vida, la alegría en la música suele ser contagiosa. Y, en la de cámara, más, pues la cercanía cataliza la reacción entre intérpretes y público y al final lo que decanta es el puro gozo. La suma de cuatro personas tocando Mozart con una técnica impecable puede garantizar solidez a prueba de bomba, concepto inapelable, pero esa alegría que llamamos felicidad es otra cosa y se agradece por encima de todo. Y eso se vio con claridad el jueves en el regreso al Liceo de Cámara -y como formación residente- del Cuarteto Alban Berg. Volvían sin su viola de toda la vida, Thomas Kakuska, que nos dejó en el mes de julio, pero donde quiera que esté el agudísimo músico vienés, se habrá complacido en su discípula Isabel Charisius, que exhibe una soltura, un sonido y una inteligencia que permite pronosticar un futuro tan dichoso como su cara cuando miraba al violinista Pich-ler o al violonchelista Erben, que podían ser sus padres.
Liceo de Cámara
Miembros del Cuarteto Alban Berg. Elisabeth Leonskaia, piano. Obras de Mozart, Ligeti, Kurtág y Bartok. Auditorio Nacional. Madrid, 20 de octubre.
En un programa precioso, la pianista Elisabeth Leonskaia, un ejemplo de eso que llamamos un intérprete muy musical y que está en una gozosa madurez, negoció a solo y emocionadamente un fragmento de Musica Ricercata -el dedicado a Bartok- y el Estudio nº 10 de Ligeti, y sentó cátedra en la Sonata del propio Béla Bartok con una versión de las que ponen al respetable al borde del asiento. Pichler, Charisius y Erben rozaron lo inefable en su lectura de esa quintaesencia de lo expresivo que son los fragmentos ofrecidos de Signs, games and mesages, de György Kurtág, con lo que se daban la mano dos de los más grandes compositores vivos.
Y como despedida, los dos únicos cuartetos con piano de Mozart, tan bellos que se rompió el molde y no hubo más. Y allí es donde la felicidad de hacer música refulgió deslumbrante. Al arrebato de Pichler o la Leonskaia respondían, más tranquilos, Charisius y Erben cuando el conjunto llegaba al punto de soltarse del todo el pelo. Y qué hermosura el rondó del K478 -dicho de una manera tan romántica que ahí estaba Schumann en agraz- o las maravillosas longitudes del Allegro del K493. Era la música, sólo eso y nada menos que eso, en una lección de felicidad compartida, en una muestra de cómo es ese sentimiento que, como el dolor, como el consuelo, nos hace ser simples seres humanos.
Babelia
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