La mirada terminal
Más o menos en la época en que J. M. Coetzee publicó Desgracia, Philip Roth publicaba Pastoral americana. Ambas novelas, excepcionales, coincidían en un punto que acercaba a sus dos protagonistas, dos padres desconcertados por el comportamiento de sus hijas. Ese punto en común era, por encima de la anécdota que lo sostenía narrativamente, la "incomprensión del presente". A partir de esta confluencia, todo eran diferencias, empezando por el tipo de sociedad en que transcurrían ambas historias, pero la confluencia era tan significativa y daba pie a dos obras maestras que merecía la pena detenerse en ella: dos hombres de edad madura incapaces de entender lo que estaba sucediendo a su alrededor, viendo cómo en sus hijas se derrumbaba todo un mundo de seguridad y convicción: dos hombres derrotados por su tiempo, dolorosamente ciegos, emotivamente humanos.
HOMBRE LENTO
J. M. Coetzee
Traducción de Javier Calvo
Mondadori. Barcelona, 2005
272 páginas. 17 euros
Hombre lento se mueve en el mismo espacio temporal, emocional y de incomprensión de Desgracia, pero la intención cambia. Ahora no estamos ante dos padres que contemplan con horror el futuro encarnado en sus hijos, sino ante un hombre mayor, divorciado, solitario, al que una desgracia debida pura y simplemente al azar convierte en minusválido. Hasta ese momento, puede decirse que la vida del hombre, Paul Rayment, estaba organizada hacia la comodidad de una extinción lenta, ordenada y consentida; a partir de ese momento, la pérdida de una pierna por un estúpido accidente convierte esa vida en un paso de la estupefacción y la desesperanza a la necesidad de vivir como un ser incompleto. Pero no es una novela sobre la muerte o la desesperanza: es una novela sobre la vejez.
Perder una pierna -piensa
Paul- no es más que un ensayo para perderlo todo. Al desastre sucede el desespero. Coetzee lo cuenta muy bien por medio de un narrador que escribe como si fuera un notario que está levantando acta del mundo interior del personaje a través de sus actos tanto como de sus pensamientos; este narrador, seco, preciso y aristado, que ni juzga ni opina, introduce al lector dentro del personaje, pero evita que se identifique con él, creando así una distancia lúcida y expresiva al mismo tiempo. Así es como vamos conociendo su desesperanza, su rencor a la vida nueva y su extraordinaria atracción hacia la enfermera que le atiende en su casa. En esta atracción está la clave del tema de la novela. Paul no sólo concibe un deseo por ella sino una atracción por sus hijos en la medida que, al contemplar su vida y su soledad, empieza a echar de menos una familia, esto es: una esposa y unos hijos; la esposa la echa de menos como objeto de pasión final, última, de despedida; los hijos, como imagen de continuidad, un deseo de haber criado a quienes ahora deberían ocuparse de él afectivamente antes de sucederle. Todo ello, producto de su soledad, de la pura y dura falta de afecto y ternura que ahora, en esa especie de orfandad al fin sentida que es la pérdida de una parte de sí mismo y la minusvalía, reclama desconsolado. La pasión por su enfermera, Marijana, una sana, robusta y pragmática inmigrante balcánica de mediana edad, casada y con dos hijos, tiene una mezcla de ternura y ridículo admirablemente conseguida. Pronto veremos cómo se declara a ella, en un momento muy bello, muy bien contado pese a su dificultad, y en ese momento el lector, que ha seguido fascinado el relato, duda. ¿Qué va a salir de aquí?, se pregunta.
Coetzee ya no está para cometer ni un solo error porque se encuentra en esa etapa en que un escritor se halla en posesión de todos sus recursos y además desea correr riesgos. Así que, llegados a este punto, hace aparecer en escena a Elizabeth Costello. Elizabeth Costello es la protagonista de su anterior novela, que lleva por título su nombre, una escritora de setenta y tantos años, producto de la imaginación del autor. De hecho, la propia Costello menciona la frase inicial de la novela, lo que nos hace pensar que o bien Paul Rayment es un personaje suyo o bien que está leyendo la novela que narra el narrador. Lo que importa es que ella interviene, crea un plano que incide desde fuera en la realidad de la novela y dobla desde dentro la labor del narrador. Entonces el campo narrativo se ensancha considerablemente y lo que marca es un territorio de conciencia que engloba la necesidad familiar del protagonista, que perfora su soledad, que establece la relación entre deseo y realidad y que entra de lleno en el sentido de la existencia a través de una mirada y un sentimiento muy especiales: el de la vejez.
Paul intenta adaptarse, casi patéticamente, a esa familia y queda atrapado por ella. No son ellos los que desean atraparlo, aunque se beneficien de ello, sino que le observan con curiosidad; no hay mala intención en ellos, pero son muy distintos; no hay rendición en él, sino deseo de entender, a los Jokic y al futuro que ya no comprenderá. Y la acicateadora, solitaria y vieja sabia Costello acompaña a este hombre compungido que se cierra en sus trece e imagina y busca. La figura de Paul es tan sugerente, está tan sutilmente creada, muestra tal cantidad de matices y contradicciones que defectos y virtudes, anhelos y caídas van tejiendo un personaje inolvidable. La vejez, entonces, se manifiesta no como un estado sino como una mirada nacida de adentro, de lo más profundo del ser humano. La vejez se manifiesta como ese tiempo en que las cosas son puestas en cuestión desde la experiencia y la pérdida; la vejez es la realidad de la mirada final, lo que la mirada terminal -terminal, no agónica ni muerta- nos dice sobre la vida y la muerte; la vejez, en fin, no como retrato sociológico sino como estado del alma. Una gran novela, en definitiva.
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