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Columna
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El último bis

La música ya no es una llama ni Madrid nitroglicerina. La movida está quieta, momificada, difunta. Sin embargo, en los garitos de la ciudad vuelven a sonar a las siete de la tarde las canciones fragmentadas por las pruebas de sonido, frente a sus puertas los coches aparcan en doble fila para descargar las baterías mutiladas, las guitarras, en sus fundas negras como rifles de precisión. Y por la noche vibran las Fender y las Converse golpean rítmicamente los escenarios de salas como Siroco, Nasti, Gruta 77, Swell o La Plaza de las Artes.

Madrid está reviviendo un noviazgo con la música en directo, una relación de pasión y necesidad que, al contrario de lo ocurrido en los ochenta, no manifiesta un cambio ni una protesta. Proliferan las actuaciones en bares que, desde Malasaña hasta Leganés, atraen a un público ávido de un flechazo de guitarra. De lunes a domingo y, en muchas ocasiones, dos por noche, las bandas tocan sin cesar hasta las doce, hora a la que la policía amenaza con convertir los amplis en calabazas.

Dos discos recopilatorios recién publicados, Madrid Terminal y Cómete Madrid, reúnen a 32 grupos que son sólo un ejemplo de los cientos que convulsionan las noches del underground madrileño. Pero la palabra underground ya no responde a un movimiento determinado, a una tendencia, sino simplemente ilustra el sótano donde están ubicados la mayoría de los escenarios. El incandescente panorama musical de nuestra ciudad no sigue unas coordenadas comunes, más allá de la voluntad de liberación y realización personal. No es el dinero, ni siquiera el ansia de triunfo en un funesto panorama discográfico lo que lleva a las bandas a sofocarse bajo los focos y a dormir cuatro horas después de una actuación para madrugar al día siguiente e ir a trabajar. Es una necesidad primaria de expresión, ya no artística, sino vital, una coartada a la rutina silenciosa y atenazante de la superficie.

Pero esta excitación del mundo musical no es consecuencia de una súbita proliferación de grupos, sino de una creciente afluencia de público a los conciertos. Los garitos programan cada vez más bandas porque están comprobando el ansia de los madrileños por contemplar y formar parte de una performance auténtica y sincera. Quienes están verdaderamente sedientos de un enamoramiento musical son los espectadores, que encuentran en los bolos rocanroleros una oferta de complicidad y ardor irrenunciable. Los músicos ya hace años que han hallado en la interpretación su romance personal y salvador, tanto ensayando en los locales por horas como tocando a solas en sus habitaciones.

Hoy el concierto no es un evento de comunión generacional, un acto de rebeldía o exaltación de unas demandas o unas virtudes compartidas. No hay una pretensión que trascienda o vertebre 14 temas sin pausa. Los intérpretes exhiben su íntima relación con la música e invitan al oyente a participar de esa orgía privada que no devendrá en otro placer que el del propio concierto. Madrid está tejiendo en sus grutas un tapiz de historias de amor que duran lapsos de tres minutos. Las bandas ofrecen un vis a vis entre la música, son un médium, un maestro de ceremonias que auspicia un instante de placer tan físico como psicológico.

El directo es una droga sana pero, sobre todo, real. Lo más alejado de las pastillas de diseño es un power chord. Los garitos de conciertos no ofrecen un paraíso artificial, sino un purgatorio de humo y sudor que es valioso porque no te evade del mundo exterior minado de frustraciones profesionales y urbanísticas, sino que ofrece una alternativa; no niega la realidad, sino que la complementa felizmente; no es el antídoto, sino otra oferta al veneno.

La música es la aliada insobornable de la juventud, de ésta más que de ninguna. A través de las minicadenas o el home cinema, en el coche o por la calle conectados a los diminutos mp3, los chicos y chicas de 15 a 40 años están perpetuamente enrollados con las canciones. Pero ese idilio en diferido entre la grabación y la escucha ha ido exigiendo más intensidad y más compromiso con una voracidad propia de una apasionada historia de amor. En los bares la música y el público se están por fin encontrando como amantes largamente ansiados en la distancia o como protagonistas de una cita a ciegas. Sin compromisos ni reproches. Hasta el último bis.

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