Cuando la tierra contraataca
Desastres
Sucede en las catástrofes que se ignora por el momento el número de víctimas, según una macabra contabilidad de urgencia que rara vez contempla a los millones de damnificados en su vida de a diario
Ignoro si ha sido siempre así desde los tiempos remotos, pero últimamente todo ocurre como si la Tierra se hubiera decidido de una vez a machacarse, harta quizás de las agresiones que le infligen sus habitantes y resuelta a anticiparse a su humillante propósito de destrucción masiva. Pero mientras llega el cataclismo final, al que no serán ajenos ciertos hábitos de los humanos, habrá que distinguir entre una catástrofe natural y el supuesto carácter natural de la muerte de miles de personas en el desastre. Ya no se trata sólo de disponer de mecanismos de alerta, cuando y donde sean oportunos, sino de anticiparse también en la creación de las condiciones precisas para erradicar esa espantosa discriminación según la cual lo que mata a decenas de miles de personas en según qué zona del planeta apenas causaría algún daño en otras. La naturaleza es ciega, pero quizás no tanto como los humanos.
Tan valencianos
Ya pueden las cabezas pensantes de este país reflexionar sobre la presunta invisibilidad valenciana en el extra que este diario dedicó al Día de la Comunidad, ya que es tarea casi vana frente a los miles de valencianos que tienen por cosa sagrada el Himno y la Bandera. Siempre me han llamado la atención esas personas -al parecer, multitudes- que delegan su sin duda rica disposición emocional en una cancioncilla sin gracia y en un trozo de tela que tampoco es que sea ninguna belleza de Francis Montesinos. Quizás sería entendible en caso de peligro extremo, invasión extranjera o exilio forzoso. Pero con lo boyante que va todo por aquí, no parece que se vislumbre ninguno de esos riesgos. Lo peor de todo es que, a juzgar por algunas imágenes que pasaron por televisión, se deja ver que esa reivindicación de lo propio se hace con la furia que se dirige contra otros. Detrás de esa demostración de fuerza asoma la oreja el fantasma de la debilidad. Infundamentada, desde luego.
Palacios y artes
No es por incordiar a los admiradores de la obra de Calatrava, que los tiene y muchos, pero el recién inaugurado Palau de les Arts es lo más parecido, visto desde cerca y sin curiosear en sus interioridades, al mal sueño de un adolescente aficionado a los cómics de ciencia ficción de los años sesenta. Y más espantoso resulta cuanto más de cerca se le mira. Entre el casco de guerrero marciano, el Titanic en los instantes previos a su hundimiento y un huevo enorme de pájaro con gripe aviar, el conjunto destaca por su grandiosidad, eso sí, es decir, por el tamaño, en una demostración de poderío del que todos se sienten la mar de contentos, cuando en realidad parece depositado allí -un tanto al azar- por una grúa todavía más descomunal. Como demostración grandilocuente de un barroquismo un tanto desaforado no queda mal por fuera. Veremos ahora lo que ocurre en su interior.
La vida como juego
Si cada valenciano dedica a los juegos de azar una cantidad que supone la media más alta de España, ¿se debe a una oscura percepción de la magnitud de la deuda de la Generalitat, o se trata simplemente de una muestra más de irresponsabilidad? Dos euros diarios dedicados a la ilusión de convertirse en ricos sobrevenidos es la cantidad con la que sobrevive algo más de la mitad de los habitantes de este mundo, así que no es cosa de broma, además de sugerir un alto grado de desconfianza respecto de las expectativas de futuro. Hay quien dice que ganar el Gordo de Navidad es la única manera honesta de hacerse rico, pero más allá de eso está una cierta cultura del atajo según la cual la prosperidad no se debe al esfuerzo propio sino a la fortuna de una suerte difusa que algún día te tocará con su gracia alada. Tampoco está mal, por dos euros diarios.
Parias del desierto
Mientras en Alemania un líder sindical de mucho poder extinguido va camino de prisión por proveer de prostitutas de lujo a sus jefes, algo más cerca de aquí hay miles de inmigrantes apiñados en la frontera y dispuestos a saltar la valla en cuanto puedan para, a continuación, ser deportados al desierto sin agua ni comida. No combaten por ninguna revolución ya improbable, sólo tratan de llegar a algún sitio donde puedan comer alguna cosa. Casi nadie se acuerda ya de Frantz Fanon, el psiquiatra argelino de los 60, y de su libro Los condenados de la Tierra. Ahí está casi todo lo que uno quiera saber sobre lo que está pasando y jamás se atrevió a preguntar. Claro que Fanon era combatiente de la independencia argelina, y no acertó a profetizar que todo acabaría en una lucha atroz por la supervivencia individual, ese cataclismo natural y ajeno a la palabrería sobre la alianza de las civilizaciones.
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