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Columna
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El ministerio del silencio

JESÚS MOTA

Jesús Mota

El tiempo transcurrido desde marzo de 2004 ha confirmado algunos de los temores que provocó la organización del ministerio de Industria, el departamento resucitado por José Luis Rodríguez Zapatero después de ocho años desaparecido en la estructura ministerial de las legislaturas del PP. Decepción tanto más intensa si se pone en relación con la expectativa meramente abstracta de que, por fin, el Gobierno iba a contar con un instrumento para afrontar algunos de los problemas estructurales de los mercados españoles, tanto en la versión modernizadora -I+D, nuevas tecnologías- como en la de sostenimiento y reparación de mercados maduros, como el del automóvil, la construcción naval o las manufacturas de distinto pelaje. La recuperación de Industria era el reconocimiento necesario de que el Gobierno estaba dispuesto a bregar con problemas de la economía real, en lugar de mover sombras chinescas con proyectos trucados de modernización tecnológica como gustaban los ministros de Aznar.

El Estado sólo puede actuar sobre los mercados energéticos a través de una Secretaría General, mal dotada y con probables tensiones internas

Un año y medio después el departamento que dirige desde Madrid y desde Barcelona el ministro José Montilla sólo puede exhibir una estruendosa indefinición estratégica en ámbitos decisivos para la economía -pocos funcionarios del ministerio serían capaces de explicar hoy cual es la política energética del Gobierno, entendiendo como tal no sólo el objetivo estratégico final sino los procedimientos y plazos establecidos para conseguirlo-, una tendencia demostrada al escaqueo político cuando aparecen problemas de cierta gravedad estructural -como la deslocalización, por ejemplo- o el silencio como respuesta que ofrece ante procesos tan complejos y de tanta proyección política como la OPA de Gas Natural sobre Endesa. Conste que no se trata tanto de tomar partido por el comprador o el presunto comprado, ni desmostrar artes maquiavélicas para la conducción del proceso, sino tan sólo de explicar a los contribuyentes que intereses económicos o políticos resultan perjudicados o mejorados por la OPA.

La parálisis, facial y neurológica, del ministerio de Industria se puede explicar por motivos diversos y dispersos. En beneficio de la brevedad, vénse dos. No parece buena idea responsabilizar de cuestiones tan complejas y pesadas como el mercado eléctrico, la deslocalización industrial o las telecomunicaciones, al mismo gestor que se ocupa de que en el parto del Estatut catalán no surjan complicaciones en Madrid. Al final, ni lo uno ni lo otro.

La escasa atención o interés del gestor político podría haberse compensado con una estructura administrativa fuerte, bien dotada y con capacidad de decisión. Tampoco es el caso. Resulta un despropósito que el Estado sólo pueda actuar sobre los mercados energéticos a través de una Secretaría General -¡que menos que una Secretaría de Estado!- de escaso impulso político, mal dotada y con probables discrepancias internas. En estas condiciones de precariedad, lo más probable es que los desarrollos políticos que requieran de análisis y decisiones técnicas fundamentadas -el Libro Blanco de nuevo- sean aplazadas u olvidadas. La situación es parecida o peor en los departamentos que se ocupan de las industrias maduras o básicas.

Ante un riesgo de fracaso tan ostensible ¿costaría mucho organizar de nuevo el ministerio?

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