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Columna
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Bodas

En una semana, he asistido a tres bodas (me faltó la cuarta para que tan insólito periodo resultara del todo cinematográfico, y me faltó, por suerte, el funeral). Fueron bodas muy distintas entre sí. La primera, en Granada, de mis amigos Bruno y Arancha, se trataba de una boda comme il faut, tradicional y por la Iglesia católica (aunque sin eucaristía, que se sustituyó por una serie de lecturas bilingües -español, inglés-, dado el gran número de amigos extranjeros que habían sido invitados), y resultó nutrida y divertidísima. La segunda, en la Casa de la Panadería de la plaza Mayor de Madrid, de mis amigos Pedro y Jesús, fue una boda revolucionaria, porque los contrayentes son dos hombres; histórica, porque ambos, aunque más conocido como político Pedro Zerolo, son dos activistas por los derechos de gays, lesbianas y transexuales; y laica, oficiada por la portavoz del grupo municipal socialista Trinidad Jiménez: una boda cargada de emoción y significación. La tercera, en El Espinar, de mis amigos Carlos y Alejandra, era una boda madura, con la presencia de los hijos que ambos tuvieron en relaciones y matrimonios anteriores, una boda sencilla, entrañable y divertida que reunió a las familias y a los íntimos. Fueron, ciertamente, tres bodas de diferente corte, pero semejantes en varios aspectos: la alegre presencia de familiares y amigos, algunos niños, el especial cuidado de las indumentarias, el lanzamiento de arroz, las flores, el champán o las palabras bienintencionadas que se dedicaron a los nuevos esposos. Pero, sobre todo, tres bodas idénticas en un aspecto esencial: las tres fueron, sin duda, bodas celebradas por amor.

Me causaría una profunda consternación que alguien osara recurrir, en cualquier sentido, las bodas de mis amigos Bruno y Arancha o de mis amigos Carlos y Alejandra. Los cuatro son personas buenas y decentes que merecen el respeto de una unión que no se ha planteado contra nadie, sino sólo a favor de su felicidad. Me indigna, por ejemplo, imaginar que alguien pudiera recurrir el precioso vestido blanco de Arancha, con el que estaba guapísima, o la elección del hermoso templo donde selló su compromiso con Bruno. Me indigna asimismo imaginar que alguien pudiera atreverse a recurrir la elección de la guayabera jareteada que Carlos, que estaba guapísimo, vistió para casarse en el Ayuntamiento de su pueblo o su decisión de una convivencia legal con Alejandra. Así como está fuera de toda discusión el respeto que me producen los planes de descendencia de Bruno y Arancha, y el respeto que me producen los planes de no más descendencia de Carlos y Alejandra, lo mismo me sucede con cualquiera de los planes de vida de Pedro y Jesús, dos personas también buenas y decentes.

Sin embargo, hay una clase de gente que considera que hay personas recurribles, por respetables que sean, que hay amores recurribles, por felices que sean, que hay uniones recurribles, aunque no vayan contra nadie sino sólo a favor de los implicados. De entre las tres a las que me estoy refiriendo, la boda de Pedro y Jesús, es decir, la ratificación legal de su amor y de su unión, su compromiso de apoyo mutuo, su afán de felicidad en común, ha sido recurrida por esa clase de gente. Una gente difícil, que busca en la luz de los otros su propia oscuridad. Una gente malintencionada, que busca en la alegría de los otros su propia tristeza. Una gente egoísta, que no quiere para los otros los beneficios de lo que defiende para sí. Una gente extraña, que prefiere la felicidad de cuatro a la felicidad de seis. Esa clase de gente taimada que, el día antes de la boda de mis amigos Pedro y Jesús, presentó un recurso de inconstitucionalidad contra la posibilidad de estos matrimonios. No consigo entender qué les impulsa a actuar contra los demás. Porque en nada les afecta lo que conlleva el matrimonio entre Pedro y Jesús, o cualquiera de los matrimonios entre personas del mismo sexo, como en nada les afecta el matrimonio entre cualquier pareja heterosexual a cuyos miembros no conozcan de nada, por ejemplo, el de mis amigos Carlos y Alejandra.

De modo que encuentro una única respuesta: les impulsa la homofobia. Lo quieren maquillar con retrógrada dialéctica y aburrida etimología, pero sólo recurren los matrimonios homosexuales porque a sus miembros no les conceden los mismos derechos que a los heterosexuales. Y eso, la homofobia, por suerte y democracia, es contrario a la Constitución.

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