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Columna
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El gran burdel

La Gran Vía de Madrid es un gran escaparate. Creo que no hay lugar en el mundo que reúna una muestra de seres humanos tan atractiva y variada en clases, estilos, colores e incluso sexos. El fenómeno adquiere niveles superlativos en el caso específico de las mujeres. Desde la plaza del Callao a la Red de San Luis el nivel es sencillamente deslumbrante. Lo afirmo desde la experiencia de quien lleva un montón de años pasando más horas en ese paraje que en su propia casa y desde la observancia atenta a un género que considero, no sólo por causas hormonales, fascinante. He mirado por ahí fuera y estoy en condiciones de proclamar que ni Londres, París o Nueva York gozan de un lugar donde se produzca con tal intensidad este fenómeno sin duda sobrenatural. Ahora temo que ese prodigio se desvanezca. Temo que no resista la degradación que impone la irrupción creciente del mercado del sexo. Tradicionalmente limitado a las calles y cruces de su trasera norte desde hace tiempo ese negocio invade abiertamente la Gran Vía. Lo hace como rebosando de esas espaldas infectadas de lumpen que hasta la fecha ningún alcalde ha sabido curar. Putas siempre hubo en la trastienda, pero nunca tantas ni tan osadas con el territorio y sus viandantes. Primero violaron las fronteras de la discreción asomándose tímidamente a las esquinas de la Gran Vía. Después se adentraron en ella pegándose a las fachadas para chistar a su potencial clientela, y ahora ya las hay que se plantan en medio de la acera y alargan la mano para provocar a los posibles interesados. La progresión resulta a todas luces imparable. Ésta es la realidad a día de hoy, la misma que patentiza el estrepitoso fracaso del denominado plan "Contra la esclavitud sexual" acaudillado desde marzo de 2004 por la concejal de Servicios Sociales, Ana Botella. Plan que fundamentó de una parte de la presión policial sobre las zonas de prostitución y por otra de sus piadosos intentos de convencer a las chicas para que abandonen la vida descarriada. La toma policial de la calle de la Montera, forzada también por la protesta vecinal, demostró la inutilidad de este tipo de acciones y los riesgos de diseminar a las meretrices por otras calles que terminan conquistando para el negocio. En cuanto al programa municipal de atención y formación, desconozco los resultados pero a juzgar por lo que veo en la vía pública, no han debido de convencer a muchas mujeres para que cambien de profesión. Lo peor es que tengo la impresión de que en Madrid no hay un solo político que tenga una idea feliz o esté empeñado al menos en buscar la solución que ponga siquiera algo de orden a este desmadre. Todo son declaraciones políticamente correctas, pero ninguno muestra ingenio y arrestos para hincarle el diente al asunto. Aunque sé que no es el mejor momento para hablar bien de la Generalitat de Cataluña, hay que alabar la iniciativa de su departamento de Interior de abrir un debate para legislar allí la prostitución. Una regulación que limite el ejercicio de la "profesión" a lugares cerrados y aislados donde se exijan medidas preventivas en materia de higiene y seguridad. Una norma que las proteja al menos de las mafias y los proxenetas. Personalmente detesto ese negocio, pero siempre será mejor controlarlo de alguna manera a seguir con la tradicional política del avestruz.

El Nuevo Apolo acaba de estrenar una versión musical de la obra que, bajo el título de Maribel y la extraña familia, le dedicó Miguel Mihura a las llamadas chicas de "vida fácil". Se trata de una versión cómplice y complaciente de la tremenda hipocresía que exhibió la sociedad franquista con la prostitución. La misma que permitía a los prebostes de la dictadura tener picaderos de lujo, como lo fue en su día el Palacio de la Trinidad, y al mismo tiempo satanizar y encarcelar a las putas sin padrino bajo el hierro de la ley de peligrosidad social. Esa mezquina doblez ha llegado casi intacta a nuestros días con planes mojigatos de damas de la caridad que juegan a ganarse el cielo redimiendo a un puñado de niñas malas. Existen las putas y los puteros, y mucho me temo que van a existir siempre, nos guste o no. O admitimos lo que es obvio y ponemos orden en la "tienda" o la Gran Vía, como ya ocurrió con la Casa de Campo y otros lugares de Madrid, acabará convertida en un gran burdel.

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