Los creyentes
Los creyentes absolutos siempre me han puesto nervioso, sin dejar de despertarme cierta envidia. Por eso no me siento muy cómodo en la casita de Ezequiel y Odeya y sus tres lindos niños que revolotean en torno, pese a que los dueños de casa no pueden ser más hospitalarios: han preparado refrescos y galletitas y se prestan de buena gana a contestar mis preguntas, incluso las más impertinentes.
Estamos en una de las pulcras viviendas del asentamiento israelí de Mizpeh Jerico, en el West Bank, que consta de 300 familias (unas 1.500 personas), militantes del movimiento colono y religiosos a ultranza. No deben ser confundidos con los haredim, los inusitados pobladores de Mea Shearim, en Jerusalén, o del barrio de B'nei B'rak, en Tel Aviv, que visten con los gorros de piel y los abrigos que llevaban sus ancestros en los guetos polacos y rusos, que hablan en yiddish y, muchos de ellos, desconocen al Estado israelí porque, a su juicio, su existencia demora la llegada del Mesías. Los haredim constituyen una reducida minoría y, en cambio, el movimiento colono de Gush Emunim (El Bloque de los Fieles) y afines, que cuenta con decenas, acaso cientos de miles, defiende el nacionalismo, el mesianismo y la ortodoxia en sus expresiones más extremas. Cuando Amos Oz los llama "peligrosísimos" para el futuro democrático de Israel dice una verdad como una casa.
Entre aquellos 1.000 o 2.000 creyentes absolutos no había una sola mujer Cuando Amos Oz los llama peligrosísimos para el futuro de Israel dice una gran verdad
Todo el espectáculo consiste en una exaltada apoteosis de la guerra y el terror Pese al secreto espanto que me produce el personaje no puedo dejar de sentir lástima
Y, sin embargo, al joven, afable y delicado Ezequiel Lifschitz, de 27 años, hijo de padre israelí y de madre norteamericana, mientras no hable de política ni de religión, nadie lo tomaría por un fanático. Es risueño, simpático, y atiende a sus hijos y les tolera las travesuras con infinita paciencia ("Tenemos ya tres y tendremos todos los que nos mande el Señor"). Constantemente vienen a sus labios las palabras "bondad" y "amor". Pero en sus ojos claros, casi líquidos, hay esa mirada de los que se saben poseedores de la verdad y nunca dudan. Es ingeniero informático y, como muchos colonos de Mizpeh Jerico, trabaja en Jerusalén, a media hora de allí.
"Los creyentes miramos las cosas de manera diferente", me dice. "Dios ha fijado a cada nación una meta. La Torah dijo que los judíos volveríamos a Israel y aquí estamos. La meta para los judíos es reconstruir el país que perdimos. De ese modo Israel contribuirá a que haya un mundo mejor que el actual. Esta tierra nos la dio Dios e Israel no podría cumplir su misión si no la reocupáramos toda, sin el menor recorte, incluyendo a Judea, Samaria y Gaza. Puede que no ocurra de inmediato, pero tarde o temprano ocurrirá. Tenemos todo el tiempo por delante. Rezo mucho para que se cumpla la profecía cuanto antes".
Ezequiel y Odeya acaban de regresar de Gaza, donde, como varios miles de colonos, fueron a solidarizarse con sus compañeros de los 21 asentamientos que Sharon ordenó evacuar. Los padres de Odeya, una muchacha delgada y tímida que parece como sumergida en esos vestidos bolsudos que ocultan las formas de las mujeres ortodoxas, estuvieron 24 años en Gush Katif, un asentamiento que construyeron con sus manos desde que era sólo un desierto pedregoso y ardiente, lleno de serpientes y alimañas. Ha sido para ellos, dice Odeya, un doloroso desgarramiento. Y no es la primera vez que les sucede. Hace 24 años, el propio Sharon, entonces ministro de Defensa del gobierno de Menachem Begin, los sacó del asentamiento de Yammit, en el Sinaí, porque estaba en los territorios que Israel devolvió a Egipto. Mi hija Morgana y su novio estuvieron en Gaza con los padres de Odeya, cuando éstos, entre llantos y plegarias, esperaban todavía que Dios compareciera para poner fin a esa injusticia nunca vista: "Los judíos quitándoles la tierra a los judíos". Pero Dios no compareció y abandonaron el lugar sin ofrecer resistencia a los soldados. Ahora están en un hotel, inciertos ante su futuro. Odeya y sus once hermanos sólo han conocido, desde su nacimiento, la vida en los asentamientos.
"Para nosotros, que somos buenos creyentes, que amamos a nuestra Nación y a nuestro Ejército, lo ocurrido en Gaza nos hace mucho daño", añade Ezequiel. "Yo, antes, cuando veía un soldado israelí tenía deseos de besarle el uniforme. Ahora, ya no. Pero las cosas cambiarán. Nuestra obligación es hacer comprender a esos hermanos que están equivocados. En Gush Katif, en Gaza, la comunidad donde estaban los padres de Odeya era admirable. Se rendía culto a Dios todo el tiempo. Nunca se cerró una puerta de casa ni un automóvil. No había robos ni delitos, todo era religión, cultura y felicidad para los niños. Esa agricultura modernísima la crearon los colonos. Los árabes trabajaban felices para ellos. Antes, se morían de hambre. Y, por eso, nos agradecían haber ido allí. Sacar a los judíos de Gaza no va a resolver ningún problema, más bien los multiplicará".
Curiosamente, Ezequiel y los demás colonos rara vez utilizan como argumento para defender la legitimidad que dicen tener sobre las tierras que ocupan el que, en la mayoría de los casos, ellos las hayan trabajado con diligencia y heroísmo, en condiciones muy difíciles, llevando agua a desiertos estériles e introduciendo técnicas gracias a los cuales aquellos páramos donde se establecieron las colonias se han convertido en comunidades modernas y prósperas. No. El argumento que viene naturalmente a sus bocas es el divino: esta tierra es nuestra porque Dios nos la dio. Una razón sólo válida para creyentes.
"No queremos matar a nadie", afirma Ezequiel. "Yo, personalmente, a los árabes les daría dinero y les diría: 'Hasta luego'. Ellos nos están enseñando que hay que saber morir por la tierra que uno considera sagrada. La idea de que haya dos estados aquí en Israel va contra la Torah y es tan sacrílega como encender fuego en shabbat. Nuestra política debe ser inflexible: los árabes que acepten que ésta es tierra judía, que nunca será suya, pueden quedarse a trabajar aquí, para nosotros. Los que no lo acepten, deben irse. Y los que se rebelen y quieran pelear, deben saber que los mataremos. Sólo si Israel cumple lo que dice la Torah será una nación útil al resto del mundo".
Ezequiel y sus tres hijos andan descalzos por la casa. Para los religiosos ultra-ortodoxos no sólo mostrar los cabellos y las formas del cuerpo es obsceno en una mujer; también lucir los tobillos y el empeine, y, por eso, las señoras suelen llevar los pies embutidos en dos pares de gruesas medias. Que Odeya, la frágil dueña de casa, calce sandalias es un síntoma de liberalidad.
Lo que es seguro es que a la esposa de Nafiz Azzam, a diferencia de la de Ezequiel, nunca la conoceré. Porque para los islamistas mesiánicos la mujer es un objeto que no debe ser expuesta a la contemplación pública. Los dos hombres no pueden ser más distintos ni ser más irreconciliables enemigos; y, sin embargo, entre el joven colono israelí y el extremista musulmán, dirigente de la Jihad Islámica, que me recibe en un tenebroso edificio de la ciudad de Gaza, en un cuarto lleno de carteles negros proclamando "Alá es el más grande" y citando versos coránicos, hay un denominador común: ambos son creyentes absolutos e intransigentes, de mirada fría, y tienen, para todos los problemas, respuestas simples y categóricas.
La Jihad Islámica alcanza apenas entre un 6 o 7 por ciento de seguidores en Palestina, muy por debajo del otro movimiento islamista y terrorista, Hamás, a quien se le calcula entre 28 y 30%, pero es todavía más radical que éste y menos dispuesto a hacer la menor concesión al realismo político. Nafiz Azzam, de sólo 47 años, parece bastante mayor. Viste con modestia y tiene una expresión dura que se suaviza cada vez que su hijito menor, que lo acompaña durante toda nuestra conversación, se le sube en las rodillas y juega con su barba y sus cabellos. Entonces, esa terrible mirada suya se dulcifica.
Nació en Rafah, en 1958, y estudió medicina en Egipto, con el fundador del movimiento, Fathi al-Shukaki. En 1981 fue capturado y deportado a Gaza. Luego, pasó 8 años en una cárcel israelí, donde le destrozaron una mano. Pero no le quebraron el espíritu, pues organizó huelgas y movilizó a sus compañeros. En 1994 se casó y es padre de seis hijos, cinco varones y una niña. "No tenemos nada contra los judíos", me asegura. "En el Corán Dios anima a los musulmanes a ser generosos con quienes no son creyentes. ¿Pero, qué vinieron a hacer los judíos aquí, en nuestra tierra? Los israelíes han importado un millón de rusos y les han dado nuestras casas y nuestras aldeas. Todo el mundo sabe que ni la mitad de ellos son judíos. Y nosotros, los palestinos, encerrados dentro de alambradas y teniendo que pedirles permiso para salir aunque sea unas horas de estas prisiones. ¿Qué pueblo toleraría eso?".
Habla muy rápido, mirando el vacío, como quien recita, y mi traductor tiene dificultad para seguirlo. "El retiro de los ocupantes de Gaza es bueno", añade, "pero sólo un punto de partida. No han salido por propia voluntad, sino obligados por la lucha y el sacrificio de los palestinos. Por el momento, el problema número uno que tenemos no es ése, sino que haya paz y colaboración entre nosotros, los palestinos. Las disputas internas son un regalo al enemigo. Sólo unidos derrotaremos a Israel". Cuando le digo que la imagen de la Jihad Islámica en el mundo es muy negativa por los atentados terroristas de los suicidas que su movimiento practica, se impacienta: "Las acciones de nuestros mártires son una respuesta a las matanzas que Israel comete contra nuestros niños, ancianos y mujeres. Nosotros les hemos propuesto cesar nuestras acciones, si ellos hacen lo mismo. Pero, ni siquiera han respondido".
Cuando le digo que he hablado, tanto en Gaza, como en Ramallah y Hebrón con palestinos según los cuales la solución del problema palestino-israelí sería un Estado laico, binacional, donde judíos y musulmanes coexistieran y se mezclaran, me mira, compasivo, como se mira a los débiles mentales. "Ése es un sueño imposible", comenta, con una risita sarcástica. "Palestina será una república islámica, donde los creyentes de otras religiones, cristianos y judíos, serán tolerados, a condición de que acepten vivir bajo los preceptos del Corán". Y se apresura a precisar que esta República tendrá excelentes relaciones con Europa, que comprende a los palestinos, a diferencia de Estados Unidos, que ha prestado siempre un apoyo incondicional a Israel. Pese a ello, la Jihad Islámica, "ha condenado los atentados de al-Qaeda en New York y Washington, así como los de Madrid y Londres".
¿Desarmará la Jihad Islámica a sus combatientes, obedeciendo el llamado que ha hecho el Presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, con motivo de la evacuación de Gaza? "Nosotros no nos desarmaremos nunca". Pese al secreto espanto que me produce el personaje, no puedo dejar de sentir cierta lástima cuando me despido de él, pues tengo la certeza absoluta de que más pronto que tarde será una de las víctimas de los asesinatos selectivos con que Sharon se ha propuesto rendir a los extremistas islamistas.
Que estos últimos no tienen la menor intención de renunciar a las armas lo compruebo de manera muy vívida pocos días después, cuando me toca asistir, en un descampado en las orillas de la ciudad de Gaza, a una demostración de destreza militar de los Comités de la Resistencia Popular, una organización de combatientes que reúne a militantes de la Jihad Islámica, de Hamás y de al-Fatah para acciones concretas contra Israel. Todo el espectáculo consiste en una exaltada apoteosis de la guerra y el terror, y, también, de irresponsabilidad total por parte de los organizadores. Mientras los combatientes, estimulados por canciones guerreras derramadas por ensordecedores parlantes sobre la multitud y alabanzas frenéticas a Alá y citas coránicas, descargan sus fusiles, pistolas, lanzagranadas y misiles sobre blancos de cartón que llevan pintadas banderas israelíes, centenares de chiquillos, algunos que apenas han aprendido a tenerse de pie, corretean felices entre los disparos. Un solo individuo, armado de un látigo, trata de apartarlos, lo que, por cierto, encanta a las criaturas y añade excitación a su riesgosa aventura. No me explico cómo no resultan muchos de ellos heridos o muertos en ese exhibicionismo grotesco e insensato. Y, por eso, no me extraña nada leer en la prensa, unos días después de haber salido de Israel, que, en una ceremonia parecida a la que yo vi, organizada por Hamás en las calles del campo de refugiados de Yabalia, haya estallado un camión con explosivos matando a todos los militantes que lo ocupaban y a buen número de niños que correteaban a su alrededor. Como si no fuera bastante con los bombardeos que Israel descarga a veces sobre las ciudades palestinas para penalizar a la población civil por las acciones terroristas de los fanáticos islamistas, éstos, a su vez, añaden su granito de arena al salvajismo de que son víctimas los hombres y mujeres más humildes, trufando los barrios de escondites repletos de armas y explosivos y con demostraciones bélicas en las que, al menor descuido, pueden sobrevenir tragedias como la de Yabalia.
En el espectáculo al que asistí, los combatientes de los Comités de la Resistencia Popular hacían volar un tanque (de cartón piedra) con obuses, dinamitaban una casa, secuestraban a un individuo al que arrebataban de su automóvil después de ejecutar a su chófer y sus guardaespaldas, tomaban una colina con una ofensiva de granadas, y, número cumbre, unos hombres alados se descolgaban del techo de un edificio de varias plantas, disparando sus metralletas a la vez que descendían sobre el vacío prendidos de unas cuerdas. Viendo rebotar esas balas en la tierra, a pocos pasos de donde nos apretábamos los espectadores, recordé un ensayo de Edward Said, donde -con cuánta razón- lamentaba la afición de sus compatriotas por esas mojigangas bélicas -las máscaras, los disparos al aire, las pistolas, las exhibiciones de machismo vociferante- que sólo sirven para desacreditar su justa causa. Para que todo esto resultara aún más absurdo había, a poca distancia de nosotros, sobre nuestras cabezas, un dirigible israelí registrando y filmando sin duda el espectáculo.
En medio de ese ruido infernal, cambié unas palabras con un periodista de la televisión palestina que miraba todo aquello con el mismo disgusto que yo. "Éstos", me dijo, señalando a los enmascarados con fusiles, "serán nuestro peor problema cuando alcancemos por fin la libertad. ¿Cómo puede funcionar una sociedad democrática con facciones armadas de gente que no sabe hacer otra cosa que la guerra? ¿Y cuántos movimientos y grupos armados cree usted que hay en la actualidad solamente en Gaza? ¡Decenas!". Tenía toda la razón del mundo, claro está. Entre los palestinos moderados y urbanos con los que dialogué -como Haidar Abd al Shafi, Mustafa Barghouthi, Hanan Ashrawi, Yasser Abed Rabbo y otros- y estos personajes había la distancia astronómica que separa a Ezequiel Lifschitz de una Amira Hass o un Gideon Levy.
Mientras presenciaba todo aquello, advertí de pronto que, entre aquellos mil o dos mil creyentes absolutos que me rodeaban pegando tiros, no había una sola mujer. Con la excepción de mi hija, que, saltando entre la balacera, tomaba fotos. Alarmado, se lo señalé a su novio: "Stefan, fíjate, Morgana es aquí la única mujer". "Y yo el único judío", me consoló él.
mañana, capítulo 6: Ratoneras humanas
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