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Columna
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El comedor

La mayor parte de los conciudadanos menores de 40 años probablemente ignoran lo que en un piso fue el comedor. Quizá tampoco lo sepan los jóvenes arquitectos, pues esa estancia hogareña ha desaparecido de los planos. Griegos y romanos le concedieron gran importancia, hasta el punto de unirlo al dormitorio y eso fue el triclinium, sitio donde comer echados. En las casas "bien" incluso disponían de otra pieza, ésta para la pitanza nocturna, el cenaculum. Los bárbaros, pese a su mala fama, arrasaron lo justito y se apropiaron de las mejores costumbres de sus enemigos. En la alta Edad Media el comedor mantuvo su esplendor, y eso que sólo conocían la cuchara y el cuchillo. Enormes comilonas se celebraban en los palacios, castillos y moradas de postín.

Aunque les cueste trabajo creerlo, después del Renacimiento se deterioraron las costumbres y en nuestro Madrid del XVII tampoco había, propiamente, comedores. Los flacos hidalgos -que eran lo más abundante- callejeaban por la sucia capital, seguidos, en el mejor de los casos, por el criado que llevaba un cajón, con pan y un cañivete para las tajadas. Comer, se comía poco, mal y en los figones. Es al comenzar el XIX cuando vuelve la costumbre de sentarse a yantar en torno a una mesa. A mi entender, es el momento en que se inicia la edad moderna y cuando el concepto de familia vuelve a tener significado, porque yo creo que la familia, como se concibió últimamente, es una invención burguesa. En cualquier hogar de la clase media española la parentela directa se reunía, generalmente, tres veces al día: para desayunar, almorzar y comer, o cenar, si lo prefieren. Lo hacían, de nuevo, en un lugar específico, el comedor. La triple convocatoria mantuvo unida a la célula base de la sociedad, aunque el padre leyera el diario en la mesa.

Una estancia indispensable, que tenía mobiliario específico: la mesa, las sillas, el aparador que guardaba la vajilla de diario, el trinchero donde se despedazaba la carne y esperaban los platos sucesivos; un reloj de pared y, en muchos hogares, una reproducción de la Última cena, más o menos cursi. Se procuraba que estuviese cerca de la cocina, aunque no tanto como para que, hasta la mesa, llegaran los olores de la comida. Sucesos recientes traen a mi memoria algo que me contaron durante una breve estancia en Nueva Orleans. En las grandes casas sureñas los fogones estaban fuera del edificio principal y el negrito que debía transportar las bandejas tenía que hacer el corto trayecto silbando, para que criados más importantes supieran que no metía los dedos en la salsa y se los llevara a la boca. Dicen que nuestro Rey se ha negado a vivir en el palacio Real porque la distancia entre las cocinas y el comedor es tanta que los manjares siempre llegaban fríos.

Con menos suntuosidad se vivía en el Madrid del primer tercio del siglo pasado aunque, habida cuenta de que los hijos pequeños estaban en el colegio lo más del año y, por la noche, después de las nueve, en el cine de las sábanas blancas. También era impensable, en nuestros días, que conviviese la parentela bajo el mismo techo, con hijas solteras -los varones se largaban al cumplir el servicio militar-, tías, suegras e incluso abuelas. Todos se alimentaban bajo la presidencia del cabeza de familia y la diaria, o frecuente, ceremonia estrechaba los vínculos afectivos, contribuyendo a que se conocieran mejor unos a otros. La moda americana de la cocina-comedor tuvo antecedente cuando, en otros tiempos, el hogar era el sitio de reunión, junto a la lumbre, de las gentes del mismo clan. Renovados tiempos de prosperidad, que no alcanzaban a las clases más modestas, por supuesto, trajeron los pisos donde quizás no había más que un cuarto de aseo, pero no faltaban la sala para las visitas, el recibidor, los largos pasillos y el ahora proscrito comedor. Supongo que en las famosas soluciones habitacionales de 35 metros cuadrados, las personas comerán de pie, poco más que rodajas de salchichón y lenguados. En las tiendas de anticuarios, rastrillos y traperos se apilan polvorientas las mesas de comedor, los trincheros, aparadores y el famoso cuadro eucarístico. Un espíritu burlón dijo que en la cocina de su casa, cuando allí instalaron la televisión, la familia parecía una reproducción de la Última cena de Leonardo de Vinci, todos del mismo lado, mirando al mismo sitio, sentados a la mesa de tablero plastificado. Echo de menos el comedor que ya no tengo desde hace casi 40 años.

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