Por tierras mayas en los Altos de Chiapas
PECHIKIL, Naranjatik, Majomut, Yaxjemel... extrañas sonoridades para quien cree que con su idioma se desenvolverá con soltura al otro lado del charco. Nos dirigimos al sur, despedimos el dulce agobio de México DF, y, tras 18 horas de pesado viaje en autobús, cruzamos el Estado de Chiapas.
La colonial San Cristóbal de las Casas nos recibe, y por sus calles vemos deambular criollos -coletos les llaman-, turistas de todo el orbe e indios tzotziles. Fundada en 1528 por Diego de Mazariegos, desde esa fecha ha tenido 10 nombres distintos.
Alrededor del zócalo se dibujan calles trazadas con tiralíneas que, una a una, van separando las casas de los conquistadores de la periferia, repoblada por mexicas fieles que atemperaron el contacto con los mayas autóctonos. Regatear en el mercado que se forma a los pies del templo barroco de Santo Domingo de Guzmán, pasear por los alrededores de la catedral o subir al cerrito que da nombre a la villa son experiencias recomendables.
Pero nuestro objetivo está más al norte: los Altos de Chiapas. Vivimos unas semanas en las comunidades indígenas. Los miles de mayas separados de la ciudad durante siglos viven desperdigados en las cotas más altas. Sin luz, sin agua y sin fáciles comunicaciones, cultivan el café y el maíz en las escarpadas laderas selváticas. El levantamiento zapatista de 1994 les puso en el punto de mira internacional y tornó sus condiciones de vida, si cabe, más duras. Muchos tuvieron que huir de sus casas.
Llegamos a un pequeño poblado por trochas impracticables y recorremos las milpas (maizales), revisamos los cafetales, tomamos pozol (maíz molido y fermentado disuelto en agua) y tostamos café, de la mano de nuestro guía, Sebastián. Días después nos sorprende, tras dos horas de dura marcha hasta Yasjemel, con la inauguración de una iglesia católica consagrada a San Pedro de Chinaló, que moviliza a todos los pueblos de la zona. Asistimos a una misa singular. El fuerte olor a incienso, el suelo cubierto de agujas de pino, el ambiente impenetrable y cientos de velas aunados a repetitivas letanías en tzotzil hacen que sea una experiencia hipnótica.
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