Destrucción constructiva
El concepto de ciudad que pretenden imponernos los especuladores parece el delirio de un dios un poco pirado: un espacio idóneo para que nuestra vida cotidiana resulte una especie de cursillo preparatorio para la forma de vida que nos aguarda, con un poco de mala suerte, en el infierno. No se trata sólo de que se construyan viviendas de calidades ínfimas para ser vendidas al mayor precio posible, no se trata sólo de que esas viviendas estén proyectadas con la mentalidad de quien proyecta cuevas o gallineros, no sólo se trata, en fin, de que las barriadas de bloques cúbicos o de unifamiliares bucólicas parezcan polígonos fabriles perdidos en periferias desoladas, a veces junto a cementerios, vaquerizas o vertederos. Se trata también de que, con la coartada de la racionalidad, de la modernidad y del derecho de todo ciudadano a poseer una vivienda digna (y, a ser posible, con vistas al mar azul), los especuladores inmobiliarios, en pintoresco complot con algunos arquitectos y con algunos políticos municipales, continúen la rentable tradición de destruir para poder construir.
Uno pensaba, por no sé qué resorte de ingenuidad, que el imperio de la piqueta era ya cosa de leyenda, una pesadilla más del franquismo tecnocrático, un episodio característico de aquella época en que se podía edificar a pie de playa, lo más cerca posible del rompeolas (pues en eso parecía radicar el mérito), o en que se echaban abajo edificios históricos para levantar grandes almacenes, oficinas bancarias o viviendas con porteros que antes hubieran pertenecido a la Guardia Civil. Pero, según todos los indicios, los especuladores inmobiliarios constituyen una subespecie humana con una capacidad de adaptación envidiable a cualquier régimen político: se enriquecen bajo las dictaduras y se hacen de oro en las democracias, quizá porque el especulador inmobiliario carece de escrúpulos ideológicos: su idea del mundo es un lugar que gira al ritmo de una hormigonera.
Los especuladores inmobiliarios consideran un despilfarro el hecho de que aún existan algunos kilómetros de litoral sin edificaciones, de que aún haya casas céntricas de una sola planta, de que aún queden espacios vírgenes para uso exclusivo de escarabajos, camaleones y demás seres irracionales. Lo más curioso de todo es que, al día de hoy, no faltan ocasiones en que los políticos (esas personas a las que pagamos un sueldo y unas dietas para que, entre otras cosas, nos protejan de los forajidos sociales) acaban entendiéndose a la perfección con los magnates del cemento y del ladrillo, de modo y manera que se siguen derribando edificios de valor histórico, se siguen descatalogando inmuebles catalogados, se recalifican terrenos a la carta y se pretende confirmar la regla haciendo excepciones escabrosas a la Ley de Costas.
Todo esto, no obstante, tiene su parte buena: llegará el día en que vivamos en ciudades tan incómodas, tan deterioradas, tan impersonales y tan absurdas, que rezaremos para que una nueva generación de especuladores inmobiliarios eche abajo la labor de sus predecesores y nos construya un infierno urbanístico tal vez peor, pero al menos recién pintado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.