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Columna
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La gloria del teatro

Una antigua alianza convierte al teatro y al otoño en buenos amigos. Mientras se diluyen las últimas gracias del verano, va surgiendo, como del humus de la historia, del fondo del bosque, ese viejo ritual de las máscaras. Es sin duda para consuelo de los hombres. Da gloria ver los teatros llenos, un año más. Así ocurrió la semana pasada en dos escenarios de Sevilla: la Fundición (concentrado teatro de bolsillo) y Lope de Vega (la sala egregia). En la primera, el nuevo espectáculo de Ramón Rivero, Mi madre amadísima, sobre un texto valiente, desacralizador, de Santiago Escalante. Un soliloquio tragicómico, el de un gay maduro que confía sus cuitas más íntimas a la imagen de una Virgen negra, y que puso por las nubes las dotes del gaditano, uno de nuestros mejores actores. El público rió y se estremeció a partes iguales.

Como si de otra secreta alianza se tratara, en el Lope de Vega se estrenó la versión de otro texto antisagrado, la Salomé de Oscar Wilde. Una obra que, por cierto y no por casualidad, el sufrido escritor irlandés nunca vio representada. La propia Inglaterra no la conoció hasta cincuenta años después de morir quien la escribiera. Texto maldito, autor perseguido, encarcelado, escarnecido por una sociedad intolerante y terrible. (Oscar Wilde es como el García Lorca de los británicos). Pero es curioso cómo sobreviven a la incuria los verdaderos genios. Como que esta versión de Miguel Narros, con vestuario y con pistolas de hoy, la revitaliza, tal que si hubiera sido escrita anteayer. (También la traducción de Mario Armiño pone algo de esto). Y como que nada ha ocurrido en la verdad más profunda de esta civilización nuestra, desde que Sarah Bernhardt estrenara la pieza en 1896. Sino todo lo contrario: que el poder se ha hecho más fuerte que nunca, y que su contubernio con las religiones nos sigue amenazando a todos. Pero es más curioso cómo el escritor que creía que la vida no es más que una rama de la ficción y que no hay más verdad que la belleza, se torna, por la alquimia del tiempo, en delator de la más cruel injusticia social. La que convierte al poder en asesino. La verdadera violación de lo sagrado, hoy, no es que la hijastra caprichosa de un sátrapa, enamorada del profeta, pida la cabeza del nuevo Dios en bandeja de plata, sino que (todavía) podamos asistir a espectáculos donde se evidencia la arbitrariedad espantosa del poder. Y que siga vibrando en el aire conmovido de una sala a rebosar la más extraordinaria de todas las sentencias de Wilde: "El misterio del amor es más grande que el misterio de la muerte". Y en esas estamos, intentando comprender lo que significa, todavía.

Memorable arranque, en fin, de la temporada teatral. Una saludable bocanada de verdades, que las tinturas del otoño vuelven más profundas. Lo que habrá que ir pensando es cómo reconocer algún día al más meritorio de todos estos elementos: el público. El que contra viento y marea, contra fútbol, telebasura y miserias de la política cotidiana, sigue yendo al teatro. Volviendo a la gloria del teatro.

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