Barcelona 'apartments'
Buscando catalanes en San Diego, California, di con la isla de Coronado, que está enfrente, al otro lado de la bahía. Lo de dar con ella es un decir, en realidad cogí un coche, crucé el puente que une las dos ciudades y en un abrir y cerrar de ojos ya circulaba por la avenida de Orange, que es la arteria principal de la isla. Circulando por ahí, con los ojos bien abiertos por si aparecía un catalán, vi una acogedora peluquería que se anunciaba con el nombre de Island Barbers, Barberos de la Isla. No sé si por lo atractivo de su nombre, o porque calculé que ahí podía coronar mi objetivo, sentí la necesidad imperiosa de cortarme el pelo. La guarida de los barberos de la isla era una nave antigua, con espejos, percheros y vapores de colonia donde había cinco sillones rojos ocupados y uno libre, que era el que atendía la única barbera del lugar y de la isla, una rubia basta con unos antebrazos que eran más gruesos que mis muslos. Le pedí un corte estándar y comencé a darle juego a la conversación que insistía en sostener, y así le fui diciendo que el día anterior había estado con la orca catalana en el parque de Sea World, y que ese día estaba buscando algún catalán que viviera en la isla. "Pues lo tiene usted difícil", me dijo mientras ultimaba un mechón que había cogido entre el dedo índice y el medio, lo sé porque lo vi en el espejo y lo recuerdo vivamente porque son los dedos más gordos que me han tocado nunca la cabeza.
No hay catalanes en la isla Coronado. Tan sólo unos apartamentos de nombre Barcelona y el rastro triste de una mujer de Figueres
Me fui de los Barberos de la Isla con mi corte estándar y el ánimo ligeramente maltrecho. Conduje por la avenida de Orange tamborileando con los pulgares en el volante la canción (Moondance) que tocaban en una estupenda emisora de rock clásico (103.7 FM). Pasé por un restaurante de pizzas (Alexander's), un supermercado (Vons) y una tienda de artilugios para surfistas (California Dreamin'). Fue justamente cuando iba a coger el puente de regreso a San Diego, en la esquina de Orange y la calle 4, cuando encontré una aproximación de lo que estaba buscando: un edificio de apartamentos con un letrero en la fachada que ponía: "Barcelona apartments".
Aparqué el coche, cogí mi máquina fotográfica y me bajé con la idea de efectuar una investigación a fondo. Lo primero que hice fue revisar los nombres de los timbres y los buzones; había 17 apartamentos, 16 registrados con apellidos sajones y uno solo de apellido peninsular, no muy catalán: Del Castillo. Detrás de un vecino me colé al vestíbulo, que era un espacio con dos sillones de terciopelo, moqueta roja, paredes de madera oscura y un cartel enorme donde podía verse una ciudad gigantesca de noche con un letrero amarillo que decía: "Mexico city". Al parecer, dejando de lado el nombre, no había ni rastro de Cataluña en los "Barcelona apartments", así que salí del vestíbulo a explorar el área, y noté que de la ventana de uno de los apartamentos salía una bandera nada catalana con barras y estrellas. Rodeé la manzana hasta el callejón donde estaba la parte trasera del edificio, que resultó ser una parte trasera normal con cubos de basura y sin pistas ni información relevante. Regresé a la parte frontal con mi corte de pelo estándar recién hecho, un poco amargado por la escasa información que había obtenido. Cuando estaba a punto de subirme al coche pensé que quizá el señor Del Castillo podía sacar mi investigación del marasmo en que se encontraba, así que toqué su timbre y, para mi sorpresa porque eran deshoras (12.15 horas), me contestó una voz grave en inglés, que era la de él. Le dije que estaba haciendo una investigación sobre el nombre del edificio y sin más abrió la puerta y me dijo que subiera. Utilicé la escalera para recabar más datos y cuando llegué a su piso vi que me esperaba con la puerta (2-D) abierta.
El inglés en el que hablaba más la forma en que pronunciaba Barcelona, me indicaron que no hablaba ni catalán ni castellano. Me hizo pasar al comedor, destapó dos latas de cerveza y me explicó que no tenía ni zorra (fuckin') idea de por qué se llamaba así el edificio. Bebí de mi cerveza y le dije que me parecía decepcionante que lo más catalán que había ahí era el cartel de México city que había en el vestíbulo, "allá siquiera tienen orfeó català", dije como complemento. El señor Del Castillo, que era un rubio tan alto como un torreón, vació su lata de un trago y en lo que iba a por otra me dijo que el problema era que yo había llegado tarde, porque hacía un mes que su novia, una mujer de Figueres de nombre Montserrat, lo había dejado, había sacado sus cosas del piso y, sobre todo, dijo en un tono guasón, se había llevado lo único catalán del edificio, que era ella. "Vale, my friend", dije yo, con eso me basta para redondear mi investigación.
El señor Del Castillo, sin venir a cuento, se echó a llorar con un suspiro breve y hondo, y así sollozando se metió en el cuarto de baño y luego de remover cosas en varios cajones, salió con un cepillo de dientes que puso en el centro de la mesa. "Es lo que me queda de ella", dijo. Contemplamos el cepillo, sin decir nada, durante un par de minutos largos, luego me despedí, dije "so long buddy", y me fui.
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