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Columna
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Boda en las afueras

Se instala en nuestras costumbres la moda de celebrar algunos acontecimientos sociales en pueblos y lugares de la provincia. Especialmente las bodas que se consuman en el transcurso de una ceremonia civil. Ya no hay, pues, obligatoriedad por la parroquia de la desposada, ni el trámite eclesial, aunque puedan celebrarse enlaces litúrgicos en la intimidad y luego la confirmación registral y la cuchipanda en cualquier sitio. En otros tiempos, habilitaban en las iglesias recintos, cabe la sacristía, para que unos cuantos invitados brindaran por la felicidad de los contrayentes. El escenario es variado. Puede ser la finca de una persona amiga, un antiguo convento amortizado, la vieja herrería, una antigua fábrica de harinas, un mesón casi típico... En todo caso, acondicionado para montar el ágape, servido por un catering más o menos competente. Suministra las bebidas, aperitivos, cena, servicio adiestrado, vajilla y complementos.

En toda España -que yo sepa y haya asistido, en Cataluña, Andalucía y Madrid- crece esta fórmula de convocar a los convidados en parajes alejados de la capital. Siguen oficiándose enlaces católicos, pero tengo para mí que los jóvenes ahora intuyen lo complicado de un compromiso religioso y -con evidente lealtad hacia sí mismos- eluden contraerlo, por si el asunto aboca en fracaso. Pactan lo que está en su propósito; si sale bien, miel sobre hojuelas y en caso de malogro, adiós, que te vaya bien y si te he visto no me acuerdo. El matrimonio es un acontecimiento social con la parafernalia de la boda, el templo engalanado, las notas de Mendelssohn, la tonta manía de arrojar arroz sobre los novios, el banquete, la tarta con los muñequitos y la sonrojante y estúpida exigencia de ¡que se besen, que se besen! Hace tiempo que cayó en el olvido la visita al fotógrafo, en su estudio, para la foto que amarillearía en la pared del comedor. Ya no hay comedores y las imágenes son captadas por las máquinas digitales de asistentes, amigos y parientes.

En tales circunstancias, el sacramento y el contrato se difuminan y pierden protagonismo en favor del espectáculo que suministra el evento. Suele perdurar el atuendo: chaqué para padrinos y contrayente y el irrenunciable traje de la novia, blanco, marfileño, ambarino o limonado, pero con una discreta cola para arrastrar por el césped o la moqueta. En mis viejos tiempos adquiría rango de categoría, entre las mujeres, elegir el sombrero, tan importante como el resto del atuendo. Tenía que ser nuevo, novedoso, original y si coincidía con otro similar alguien padecía un trauma de larga duración.

Una persona normal se pregunta por las razones de que el acto se celebre a cuarenta o sesenta kilómetros de la capital e incluso por la elección de la fecha, aparentemente descabellada. Todo tiene explicación si pensamos en la cantidad de matrimonios de todo tipo que se celebran diaria o semanalmente en Madrid. Puede resultar una operación muy complicada en la que se toman en consideración factores distintos. Ha de ser en fecha conveniente para la mayoría, en el obvio supuesto de que los amigos de los novios son gente joven que trabaja y no es dueña de su tiempo. Suele escogerse la tarde del viernes y se ha introducido un equilibrado y sensato ingrediente que toma en cuenta la distancia y la casi certidumbre de que en tan grato fasto va a consumirse alcohol con profusión. La experiencia aleccionadora desaconseja el uso del vehículo privado que, en manos inseguras, puede provocar inevitables desastres. Entonces se dispone que los invitados acudan en autocares alquilados al efecto, lo que no pone coto a la diversión nocturna y permite el regreso al hogar en cualquier estado físico. Cada hora o cada dos horas, a partir de la medianoche, unos conductores profesionales y sobrios devuelven a los participantes a un céntrico punto.

Dice la experiencia de las autoridades competentes que buen número de los accidentes de carretera se produce en las vías comarcales, en horas avanzadas y entre personas jóvenes. Este nuevo y racional sistema puede reducir la horripilante nómina de los fines de semana. Un comportamiento racional y plausible que tiene en cuenta la fecha y hora de, con todas las carreteras de la Comunidad abarrotadas. Si los novios pretenden ser puntuales tienen que salir de sus casas por la mañana y esperar vestidos la homilía laica del alcalde o el concejal que les eche el yugo. Los asistentes regresan medio adormilados, a las tantas, pero llegan vivos a casa.

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