Territorio
El tiempo tambien es un territorio. A cierta edad el tiempo que te quede por vivir será tu único patrimonio. Mientras seas joven no pasa nada si parte de ese patrimonio lo cedes de buen grado a otra persona, si lo malgastas o, incluso, si permites que cualquier idiota te lo arrebate. La vida te dará todavía algunas oportunidades para recuperarlo. Pero cuando el caudal empiece a agotarse no deberás permitir que nadie interfiera, fiscalice o coarte ese tiempo de tu exclusiva propiedad. Cualquiera puede ser rey de ese territorio invisible, solo que para llegar a dominarlo hay que dar un golpe de estado: si pierdes esa batalla ya no serás nadie. Un día, tal vez a causa de una depresión o porque el dedo de un ángel te haya tocado la frente, tendrás la evidencia del valor del tiempo que te queda antes de disolverte en el espacio. Será lo más parecido a una revelación. De pronto, descubrirás un hecho tan simple como éste: que la vida te pertenece a ti y a nadie más. Debes saber que nadie te va a agradecer el haber cedido la soberanía si no fue por tu gusto y placer. Habrás sido un esposo fiel, un padre ejemplar, una hormiga de oro para la empresa y un ciudadano honorable, pero no serás el tipo que un día decidió ser libre, ya que el tiempo también es la libertad. A partir de una edad no intentes volar en un ala delta ni correr los cien metros lisos a menos que te pongan un féretro en la meta. Hay retos más difíciles que uno debe afrontar cuando ya se divisa un gato negro en la línea del horizonte. Dios creó el tiempo, pero dejó que nosotros hiciéramos las horas. Ese pequeño territorio de cada día será imposible de gobernar si el tiempo no es tuyo y no eres tú quien marca las horas para regalarlas y compartirlas con esa clase de personas que te hacen crecer por dentro. Esa dádiva también será tu salvación. Estas cosas le decía el Maestro al discípulo mientras paseaban una noche muy oscura por una ciudad abandonada. Al llegar a una plaza el discípulo creyó que había salido la luna llena sobre los tejados, pero sólo era la esfera iluminada del reloj de una torre, donde también había una veleta oxidada en forma de gallo. En ese momento sonaron doce campanadas y el maestro le hizo obervar al discípulo que aquel reloj no tenía agujas ni números. Su esfera parecía la córnea de un ojo que les miraba en la oscuridad. El tiempo también es el silencio, de modo que a una edad lo más sabio a veces es callar, pero nunca obedecer, dijo el Maestro. El gallo oxidado de la veleta cantó anunciando la madrugada.
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